lunes, 30 de noviembre de 2009

Historias radioactivas

Los muchachos de Greenpeace no suelen frecuentar la Antología de la literatura radiactiva, compilada en los cincuenta, arduamente redactada en checo y a duras penas traducida al alemán, lo cual explica la vocación verde de un país que después del romanticismo optó por las cámaras de gas y luego se inclinó a la ecología. Ni las páginas pergeñadas por cierto escritor local que también abordó el tema. Tal vez, de hacerlo, se sentirían conmovidos al saber que la radiactividad despertó en sus inicios tanto entusiasmo como la televisión, y ningún radiactivo original habría imaginado jamás organizaciones dedicadas a combatirla. Sin ir muy lejos, después del descubrimiento del fenómeno por Becquerel y el radio por Marie Curie (a fines del siglo XIX), la novedad y el entusiasmo dieron pie para toda clase de locuras: una bailarina célebre pidió a Marie Curie que empapara sus ropas en radio para impresionar a su público (Mme. Curie se negó). En 1919, se vendía una “Crema Activa” radiactiva, y la propaganda anunciaba que “provoca una actividad particular de revitalización de los tejidos; la piel, colocada en situación de juventud eterna, se torna más fina y más blanca, y las arrugas desaparecen”. En 1921, Sabin von Sochocky, director técnico de la U.S. Radium Corporation, decía: “Vendrá el tiempo en que se podrá tener en casa una habitación entera iluminada con radio. La luz emitida por pinturas a base de radio sobre las paredes y el techo puede ser, en color y en tono, parecida a la luz de la Luna”.
En las minas de uranio de Joachimstahl se tomaban “baños radiactivos” respirando el radón (un peligroso gas radiactivo) que se desprendía del suelo, y para lo cual se habían construido instalaciones especiales. Los elementos radiactivos se usaban para fabricar dentífricos y cremas de belleza.

También se intentó aplicar en medicina a tontas y a locas: los Laboratorios Pierre Koeheren de Estrasburgo fabricaron una “compresa de radio” para curar migrañas, arterioesclerosis y apendicitis. En 1933 se promocionó una crema de belleza a base de radio y torio, que respondía a una fórmula de un tal Dr. Alfred Curie (que jamás existió), y se describía como una “revolución en el arte de embellecer el rostro” por el Dr. F. Tixier, de la Rue des Capucines, París.

La fiebre de las curas radiactivas se fortaleció en las dos primeras décadas del siglo, a pesar de que empezaban a acumularse las evidencias de que dosis inadecuadas de radiación podían ser extremadamente dañinas: los preparados de radio se consideraban la cura milagrosa de prácticamente cualquier enfermedad y se desarrollaron varias líneas de medicamentos radiactivos: Dax para la tos, Clax para la gripe y Arium para los problemas metabólicos. Se fabricaron cinturones radiactivos para usar en cualquier parte del cuerpo, la “oreja de radio” para mejorar la audición, dentífricos radiactivos, cremas para la cara y las manos. En 1932, Frederick Gosfrey, un peluquero británico, hacía propaganda sobre un tónico radiactivo para el pelo. En Alemania se vendía chocolate radiactivo como rejuvenecedor y, en 1953, una compañía de Denver promovía un gel anticonceptivo radiactivo. En 1952, un artículo de la revista Life sobre los “beneficios” del radón envió a miles de pacientes de artritis a respirar los peligrosos gases en el fondo de algunas minas.

Desde ya, el radio, por lo menos al principio, se consideró la cura definitiva contra el cáncer, y fuente de fabulosas ganancias futuras. Como dato al margen, vale la pena recordar que, pese a los desinteresados consejos que recibió, Marie Curie se negó absoluta y tenazmente a patentar el radio. Sus argumentos eran, en verdad, ingenuos e indignos de una persona de sus kilates intelectuales y causarían la risa de nuestros actuales patentadores de genes: “Los grandes descubrimientos científicos son secretos que arrancamos a la naturaleza y es absurdo que puedan considerarse propiedad de una persona”.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Club del chiste

 Recuerden que pueden enviar sus chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com, así sumamos al repertorio. 
Un gran misterio científico para un día de lluvia. Pueden intentar responderlo si les apetece.

Hoy en día la Ciencia se enfrenta a desafíos trascendentales... y, sin embargo, el mayor problema del científico se resume en una sencilla pregunta: por qué las chicas con curvas más aerodinámicas son las que oponen mayor resistencia.





miércoles, 25 de noviembre de 2009

Pedagogía y rebelión en el municipio de Miriápolis (Miriápolis IV)


En un antiguo edificio de arquitectura pesada se eleva la Escuela Secundaria Nº 1 “Enrique Pestalozzi”, orgullo del municipio de Miriápolis. Los alumnos del Pestalozzi gozan de una aureola especial y estudian todas las ciencias útiles: Geografía de Miriápolis, Literatura, Historia y Artes de Miriápolis, tres cursos de antropología cultural del municipio, Música y Poesía locales, entre muchas otras materias esenciales para quienes se supone serán los futuros funcionarios. Naturalmente, se dedica un cuatrimestre entero a la Historia, la Geografía y la Literatura universal, bajo el título de “Asuntos internacionales”.

Cuando el famoso pedagogo de Miriápolis, Enrique Bonnet D’Aubisson, asumió la dirección del Enrique Pestalozzi, y pretendió invertir la situación instituyendo un solo año de Historia del municipio y dándole prioridad a la Historia universal, no imaginó que iniciaba una de las épocas más turbulentas y extrañas que se recuerden.

La reacción fue inmediata: un grupo de alumnos armados se plantó frente al rector y le informó que no aceptaban los cambios. No solamente eso: exigían, además, que se reemplazara la Geometría burguesa euclideana por una Geometría de Miriápolis. Además, que no se toleraba que el rector usara anteojos. Anonadado por el estupor y con un revólver apoyado en su cabeza, el rector D’Aubisson optó por ceder.

Tan sólo una semana después, una coordinadora intercentros presidida por un alumno del Pestalozzi, con miembros de todos los otros colegios, se instaló en un inmueble de dos pisos y, en una turbulenta sesión, resolvió transformarse en Comité de Salvación Pública, deponer al rector D’Aubisson, confinarlo a un calabozo del Enrique Pestalozzi y colocar al frente del colegio a un comité de tres rectores, ninguno de los cuales contaba más de diecisiete años que muy pronto imponía toda clase de reformas, adoptadas ante la silenciosa impotencia del intendente municipal, un hombre razonable y por lo tanto, débil. Es necesario reconocer que muchas de esas reformas eran reclamadas desde hacía tiempo como la extensión de la electricidad, el gas y la red cloacal; otras parecieron abiertamente escandalosas y fueron vetadas por el intendente, como el permiso para contraer matrimonio a cualquier edad que superara los doce años, la promoción automática en todas las materias, la elección de los profesores por los alumnos y la posibilidad de imponer castigos corporales a los docentes.

Cuando el intendente quiso reaccionar, ya era tarde. Las fuerzas del municipio enviadas para disolver el Consejo de Rectores tuvieron que enfrentarse a un verdadero ejército de alumnos disciplinadamente armados, quienes anunciaron que no vacilarían en disparar contra las fuerzas del orden. El jefe de Policía entregó las armas y se puso a las órdenes del Consejo de Rectores. Este, en un acto de audacia, depuso al intendente y asumió todas las funciones del municipio, que fueron delegadas en alumnos de los años superiores en un primer momento, y luego en estudiantes de todos los años, aun en los que estaban haciendo el difícil curso de ingreso al Enrique Pestalozzi.

Empezó entonces un período de confusas reformas, decretos, prohibiciones y libertades que confundieron por completo a la población: los alumnos de los años inferiores exigieron participación en el comité, acusando a los rectores de tibieza y conservadurismo debido a su avanzada edad. Los nuevos rectores, de doce y trece años, exigieron e impusieron la legalización de formas de erotismo desconocidas para el municipio, la subordinación de los padres a la autoridad de sus hijos adolescentes, la prohibición de los automóviles en favor de las motos –cuyos permisos de conducir se expedían a partir de los diez años– y la obligatoriedad de que cada adulto fuera controlado por un tutor de no más de trece años. En medio de toda esta avalancha de reformas, nadie advirtió que los colegios primarios comenzaban a moverse. Es difícil entender cómo los niños de las escuelas primarias armados de hondas y aceritos consiguieron desarmar a los omnímodos Rectores Púberes e imponer un nuevo Consejo integrado exclusivamente por niños de hasta diez años de edad, y entronizar a un alumno de primer grado de la Escuela Primaria “José de San Martín”, de siete años y medio, como máximo funcionario público.


Pero la piedra estaba lanzada y nadie podía detenerla. No alcanzó el nuevo poder infantil a imponer los cuentos de hadas en los actos públicos, la confiscación revolucionaria de los kioscos de golosinas en favor de los nuevos funcionarios, la obligatoriedad de los juegos de mesa y de pelota en las oficinas públicas, la prohibición total del trabajo en todo el territorio de la municipalidad, el control de los ingresos familiares por los niños más pequeños, la abolición del sistema de tutores adolescentes en favor de tutores niños, cuando nuevas oleadas de rebelión del poder aún más joven los desplazaron de los altos cargos que ocupaban. Primero los alumnos de preescolar y de los Jardines de Infantes detentaron un efímero poder, hasta que éste cayó en manos del Comité General de Bebés de Miriápolis, que consiguió entronizar al primer Intendente Bebé, Carlitos Abasolo, de solo dos años, y conferirle la suma del poder público y la administración de justicia del municipio.

La población, que debió aprender aterrorizada a hablar en media lengua, bajo penas severísimas, vio con alivio la caída del Consejo de Bebés en favor del Comité Confederado de Integrantes de Nurserys de los seis sanatorios y clínicas existentes en la municipalidad, y que consiguió imponer el uso obligatorio de pañales a toda la población.

Fue entonces que la cosa estalló, porque se comprendió que el poder real residía en un oculto pacto de enfermeras y nurses de las clínicas, y quien en realidad ejercía el poder en lugar del Intendente –un bebé, de apenas nueve días y que encima estaba en la incubadora– era la caba de la clínica El Final, de quien se contaban historias muy poco edificantes y que empezó a construirse una mansión de lujo nunca visto en el municipio. La rebelión de la población contra el uso de pañales fue total, y dio lugar a un período de confusa anarquía, hasta que todo retornó a la normalidad y asumió un nuevo intendente que repuso a D’Aubisson, quien resolvió postergar por el momento toda reforma de los programas.

Y que, por las dudas, resolvió usar lentes de contacto.

martes, 24 de noviembre de 2009

Bitácora

Para los amantes del cuento, un sitio sumamente recomendable, un verdadero yacimiento de cuentos:

http://www.ciudadseva.com/bibcuent.htm

lunes, 23 de noviembre de 2009

Todos queremos que existan los marcianos

Marte siempre será un personaje principal. Tal como lo fue para Kepler en 1609 cuando, estudiando la órbita de Marte, encontró la primera de sus tres grandes leyes y puso orden en el sistema solar. El telescopio permitió estudiar a Marte mejor. En el siglo XVIII William Herschel, el descubridor de Urano, llegó a la conclusión de que la atmósfera marciana era similar a la terrestre y vio, con su gran telescopio, que poseía casquetes de hielo en los polos Norte y Sur. En 1877 se descubrieron dos pequeñas lunas marcianas a las que se les dio el nombre de los feroces caballos que arrastraban el carro de guerra del dios Ares: Fobos (miedo) y Deimos (terror).

Marte está ahí en el cielo nocturno y verlo renovó, esta vez, la mezcla de temor, respeto y fascinación que siempre inspiró. En la Antigüedad, su color rojo llevó a que se lo vinculara con el fuego, la guerra, la sangre y la destrucción. Los persas lo llamaron Guerrero Celestial; fue Harmakis para los egipcios. Los babilonios lo llamaron Nergal, el que cuando está apagado trae suerte, pero si brilla transporta la desgracia. Los griegos lo asociaron al temible Ares, dios de la guerra que se mezclaba con los mortales en brutales batallas, como se puede leer en La Ilíada. La versión romana fue Marte.

Pero Marte no es solamente un dios. Es un engranaje del sistema solar. Es la tierra de los mitos, donde buscamos rastros de vida, donde se refugiaron los monstruos y los ogros, los duendes y las hadas, las feroces serpientes que asolaban los mares. Y es el lugar que la imaginación pobló de seres extraños, que descienden directamente de aquel dios griego que se mezclaba en las cosas de los hombres. Marte es el lugar adonde nosotros, los hombres y mujeres de la Tierra, pensamos ir y establecernos. Es la meta inalcanzable, la primera estación en el viaje a las estrellas.

En 1877, Marte deparó la sorpresa más grande de toda la historia del sistema solar: el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, a través del telescopio, vio que la superficie marciana estaba cruzada por una serie de delgadas líneas oscuras y rectas que llamó “canales”. Canales marcianos... agua... era la época del Canal de Panamá, del Canal de Suez, y la idea de los canales y la gran ingeniería estaba en el aire, y en el agua.... Un astrónomo norteamericano, Percival Lowell, se tomó al pie de la letra la idea de los canales, y en 1894 se imaginó una gran civilización marciana, mucho más avanzada que la terrestre, que había construido los canales para transportar el agua desde los polos y regar los desiertos de su exhausto planeta. Esos gigantescos canales de irrigación, con las estaciones, permitían que avanzara y retrocediera una franja oscura de vegetación verdosa. Imaginó que Marte tenía una larga historia de grandes y sangrientas civilizaciones guerreras, y pacíficas culturas humanísticas, que habían construido ciudades fabulosas a lo largo de los maravillosos canales.

Habían nacido los marcianos y la idea de que Marte estaba habitado por una gran civilización prendió en todo el mundo, en grandes y chicos del mismo modo que se hablaba de los países fabulosos del Preste Juan en la Edad Media o, después del viaje de Colón, se pobló el nuevo continente americano con toda clase de seres fabulosos.

Hubo toda clase de excesos. Espiritistas, novelistas y teósofos incluyeron a los marcianos entre sus temas favoritos. Las enormes distancias interplanetarias eran “salvadas” con comunicaciones telepáticas o viajes impulsados por fuerzas espirituales. En 1894 la médium Hélène Smith afirmó que solía viajar a Marte habitualmente a través de una “proyección astral”. Hélène también entraba en trance y hablaba “en marciano”. “En Marte tenemos una fauna exuberante, una vegetación maravillosa y nuestros habitantes viajan en autos sin caballos y en máquinas que permiten volar. Nuestros cultivos peligraban, por eso debimos crear los canales... era la única manera de llevar agua a nuestrasgranjas”. Hélène también había visto los canales y era natural que así fuera: la polémica sobre la vida en Marte estaba firmemente instalada en la cultura popular.

En 1913 observaciones cuidadosas con el telescopio mostraron que los canales eran simples ilusiones ópticas y la comunidad científica comenzó a perder las esperanzas de encontrar una civilización similar a la humana en Marte: era un planeta desierto y helado; el pavoroso frío reinante volvía la vida más que improbable.
















Pero la idea de una civilización alienígena se había apoderado de la imaginación colectiva. A fines del siglo XIX, H. G. Wells publicó La guerra de los mundos, donde se relataban las peripecias de una invasión marciana. La novela causó impacto, sí, pero la noche del 30 de octubre de 1938, Orson Welles hizo, por radio, una broma terrible: los radioescuchas de la cadena norteamericana CBS oyeron un informe escalofriante: la radio anunciaba una invasión desde Marte... “Sabemos ahora que en los primeros años del siglo XX, seres más inteligentes que el hombre, y sin embargo mortales, vigilaban atentamente nuestro planeta. También sabemos que, mientras los humanos se dedicaban a sus quehaceres, otros seres los examinaban y estudiaban con toda exactitud y minuciosidad, lo mismo que el hombre, valiéndose del microscopio, examina a las criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua”.

Los radioescuchas sufrieron un verdadero bombardeo de noticias apocalípticas, y el impacto fue enorme. De los seis millones de oyentes que tuvo la emisión, un millón doscientos mil se la tomó al pie de la letra.

La gente tenía recuerdos de la Primera Guerra Mundial y preveía el estallido próximo de la Segunda. Con Hitler en Alemania, el miedo a una invasión estaba a flor de piel. No más que en otras épocas a los monstruos o a los bárbaros, pero ahora, de acuerdo con los tiempos, los invasores llegaban desde el cielo. Los únicos que no se engañaron fueron los aficionados a la ciencia ficción: les resultó sospechoso que la situación se pareciera tanto a las historias que ellos conocían. Pero lo que sucedió esa noche mostró cuán profundamente se había instalado el mito de los marcianos, y el miedo que enseguida trepó al cine. Los monstruos, los temibles, los extraños, venían ahora de Marte.

Los marcianos volvieron en 1947; algunas pruebas secretas del ejército norteamericano hicieron creer al público que se había capturado una nave extraterrestre, naturalmente, marciana. Más tarde, un productor alemán fraguó un video en el que se veía la autopsia que los norteamericanos le habían hecho a un alienígena. Aunque estos hechos se desmintieron una y otra vez, y la cosa no tiene mucho sentido, no es fácil convencer a los que tiene una fe ciega en los marcianos. Marte es un planeta frío y sin vida, como se pudo ver esta semana por los telescopios, pero no por eso se han de abandonar las fantasías de Wells, de Burroughs y de Bradbury.

La verdad es que el programa radial de Welles y el caso Roswell tienen factores en común: el autoengaño, la sugestión, la creencia. Pero eso es simplemente psicología de una situación, o análisis mediático. Hay un componente más profundo, más esencial: y es que, en realidad, todos queremos que existan los marcianos. En el fondo es un profundo anhelo. Tal vez tengamos miedo, pero no por eso los deseamos menos, como se anhelaba a los monstruos atemorizadores que salían de los bosques para visitar a los hombres que dormían en sus camas de piedra. Los monstruos y los duendes abandonaron los bosques que se talan sin misericordia y se convierten en regiones desiertas, o son destruidos por la lluvia ácida; las náyades abandonaron los ríos, los lagos y las fuentes contaminadas; las hadas dejaron de volar en las fiestas de cumpleaños; y, sobre todo, los viejos dioses que acompañaron a la humanidad desde sus primeros pasos abandonaron los cielos y los dejaron vacíos. Sólo quedó el espacio profundo, sin vida ni inteligencia. La humanidad está aislada en un océano cósmico, y así, nos preguntamos: ¿quién está allí? No queremos estar solos en el universo, y enviamos señales de radio, llamados, naves de exploración, o nos imaginamos seres venidos de afuera.

No queremos estar solos.
Aunque tengamos miedo.
Todos queremos que existan los marcianos.
Pero los marcianos no existen.
¿Quién existe entonces?
Marte se acercó a la Tierra, y las filas largas en los telescopios trataron de contestar esa pregunta.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Club del chiste

 Recuerden que pueden enviar sus chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com, así sumamos al repertorio. 
 Para hoy, un chiste interdisciplinario.
 
Un filósofo, un biólogo, un físico y un matemático, amigos de toda la vida, están tomando una cerveza y charlando de las nimiedades de la vida en un bar. En mitad de la conversación todos ven cómo dos personas entran en la camioneta vacía que está estacionada justo frente a la ventana donde todos están sentados. Un rato después salen tres personas de la camioneta.
-¡Pero esto es imposible! -dice el filósofo- Si la camioneta estaba vacía, cómo puede que salga una persona más que la que entró.
- Claramente nuestras mediciones son erroneas -aventuró el físico
- Debieron reproducirse dentro de la camioneta -supuso el biólogo
Y todos miraron al matemático que parecía muy tranquilo:
-No veo cuál es el problema -dijo el matemático-. Si entraron dos, y salieron tres, cuando entre una persona más, la camioneta volverá a estar vacía.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Sobornos bien estimulantes (Miriápolis III)

En el Municipio de Miriápolis sobornar a los legisladores era cosa corriente y las leyes se compraban y se vendían por el sencillo expediente de repartir dinero abiertamente entre los integrantes del Consejo Municipal. No era una mala práctica, ya que le daba al tratamiento legislativo una transparencia que los turbios manejos de la política -efectuado siempre entre bambalinas y mediante dudosas roscas- rara vez tenían. Si alguien quería que se votara una ley protegiendo los árboles, los pájaros o prohibiendo la caza de mariposas -objetivo éste del más alto interés-, bastaba con sobornar a la comisión de medio ambiente; si un artista, convencido del valor de su obra, aspiraba al premio municipal, le alcanzaba con pasar algunos dinerillos a la comisión de cultura, y si alguna empresa quería bajar los sueldos, o algún sindicato subirlos, como es la misión de empresas y sindicatos enzarzados en la lucha de clases, discretos sobres deslizados en los bolsillos de los integrantes de la comisión de asuntos laborales zanjaban la cuestión en forma pacífica (que muchos calificaban de bonapartismo).


Como es natural, había polémicas al respecto. Ciertos puristas se horrorizaban lisa y llanamente, invocando principios pasados de moda, y correspondientes a una economía no monetaria. Los defensores del sistema, por su parte, argumentaban que era legítimo, ya que no se pagaba para que un legislador cometiera ningún acto ilegal, sino para que votara una ley, lo cual, al fin y al cabo, es la tarea de un legislador y, en ese sentido, podía hasta considerárselo como un premio o un estímulo a la productividad (obviamente, a nadie se le pasaba por la cabeza, ni remotamente, que un legislador votara nada debido a convicciones o razonamientos). Algunos sostenían que se trataba de una razonable transacción, que simplemente ajustaba la política a las leyes del mercado, en tanto traducía en términos monetarios, económicos, simples y comprensibles por todo el mundo cosas tan volátiles como las ideologías. Después de todo, argüían, nunca en la vida se había escuchado que un legislador votara una ley basándose en argumentos, sino en turbios intereses corporativos, o cediendo a presiones de toda índole que no estaban al alcance del ciudadano común. El dinero entregado a cambio de leyes recibía el nombre oficial de "estímulo a la actividad legislativa", aunque popularmente se lo siguió llamando soborno, coima, cometa, o con otros nombres desesperantes y atroces.

Un grupo de legisladores de la oposición, alarmados por la desigualdad de los montos que recibían, elaboró una reglamentación que exigía que los sobornos fueran repartidos igualitariamente entre todos los integrantes del consejo. En el afán de aumentar las sumas, impuso un tarifario obligatorio donde el monto y objetivo de cada soborno estaba especificado con detalle y autorizó la formación de cooperativas que ayudaran a reunir el dinero necesario para una ley. Las cooperativas florecieron, con gran participación ciudadana, que contribuyó al progreso y a la apertura de la comunidad, ya que cada soborno se discutía entre los vecinos en audiencias públicas, y al crecimiento económico, ya que los bancos -tímidamente primero, audazmente después- otorgaban créditos para que tal o cual ley se aprobara, al principio de acuerdo con sus intereses, luego independientemente de ellos, puesto que los intereses cubrían sobradamente cualquier inconveniente de la ley.

Como era de esperar, y siguiendo la dinámica natural del capitalismo, pronto aparecieron verdaderas compañías de sobornos, que terminaron con las cooperativas y que, de acuerdo con los bancos, ofrecían grandes cantidades de dinero para la aprobación de una ley, a condición de que algún artículo incluyera una "indemnización por gestiones" a la compañía, a cargo del erario. Las compañías de soborno gozaron largo rato de gran prestigio, y los ciudadanos se asociaban esperando obtener excelentes beneficios. Con el tiempo, las compañías de sobornos se unificaron en una única y gran Empresa General de Estímulos Legislativos. Controlada por un temible directorio de gerentes en número igual al de legisladores, centralizaba el flujo de dinero destinado al pago de las leyes y monopolizó, sin excepciones, todos los sobornos del Municipio de Miriápolis.

Los gerentes de la Empresa (como era conocida popularmente) se transformaron en los verdaderos legisladores del municipio (en tanto que los auténticos devinieron meras sombras que se limitaban a cobrar y sancionar) y acumularon grandes cuotas de poder, ya que el control de la Empresa y su enorme capital sostenido por los bancos permitía conseguir que se votase cualquier ley que se les ocurriera. Pronto montos y destinatarios de los sobornos cayeron en la órbita del secreto, el alguna vez democrático tarifario de leyes dejó de estar a la vista del público y los gerentes hicieron votar leyes de inmunidad que los protegían de cualquier amenaza judicial. Con el tiempo se supo que los gerentes se guardaban privadamente un alto porcentaje del monto que les correspondía a los legisladores, y que ellos mismos no eran insensibles a los sobornos que les ofrecían grupos de intereses. Empezaron a ostentar autos, mansiones y joyas espléndidas, y paseaban por las calles precedidos por doce portaestandartes vestidos de gabardina azul y tiernos pajecillos adornados de verde.

Fue demasiado. Un levantamiento popular estatizó la Empresa de sobornos, impuso la elección de los gerentes por sufragio universal, el control democrático del monto y los destinatarios de los sobornos, la obligación de que los sobornos pagaran impuestos progresivos, que hubiera un comité que controlara cualquier exceso, que se implementaran "bonos de soborno" accesibles a toda la población que serían repartidos por las obras sociales con cada prestación médica y que un plebiscito decidiera, en cada caso, qué ley tenían que votar los legisladores a cambio del soborno. Todo lo cual, si mal no se piensa, era una buena forma de democratizar el Municipio de Miriápolis.

martes, 17 de noviembre de 2009

Variaciones Goldberg por Glenn Gould



domingo, 15 de noviembre de 2009

IMPROMPTU Nro. 5

En la alta noche, cuando todos se fueron, en la pantalla sólo titila Internet. Ya está, ya estás solo, ya los aparatos se retiraron hacia el mundo inferior y se preparan para pasar la insidiosa noche, erizada de insomnio y cruzada por el terror. Se ha atenuado el runrún mimoso de las heladeras, en las calles dejan de oírse los ruidos provocadores de autos, motos y colectivos que te obligaron a una vigilia tensa, pero vacilante y segura, y aunque a lo lejos se oye el ruido puntual de un arma que se dispara a la distancia, enseguida se apaga. Y así es. El televisor ya te ha entregado su ración diaria de porquería, te ha dado todo lo que te podía dar, y luego se apagó, como una batería que agota sus fuerzas, cds y dvds se han retirado, ellos también para pasar la noche entre tus libros.

Pero nunca deja de titilar Internet. En la pantalla de cristal líquido y herrumbrada por el uso hay algo que te dice que todavía estás vivo, que aunque todos tus amigos se hayan muerto, o te hayan abandonado, o hayan viajado a países lejanos, vos estás aquí, firme y reluciente –y vivo– sobre la ciudad maldita.

No te dice nada sobre vos y tu existencia, pero la fragmenta en miles de minúsculos pedacitos, como pixeles de tu ser que se adhieren a la pantalla y la cruzan para juntarse con otros ríos de pixeles, con el río del mundo, pixeles que vienen de lugares donde brilla el sol, de lugares donde los hombres comen piedras preciosas regadas con sangre de serpiente o de mono, de quienes viven a la vera de los anchos ríos o las sabanas plagadas de horribles animales y bestias terciarias que se quedaron enredadas para siempre en la maraña prehistórica, de lugares donde el frío blanquea los ojos y la ropas y donde el sol atrabiliario y demente calcina la piel.

Y te lo da todo: desde la ajustada y precisa pornografía de la noche hasta todo el conocimiento de la Tierra, acumulado por hombres de piel cobriza que trabajaron y murieron en las minas de estaño. Y el placer de matar. De eliminar a quienes se esconden tras un alias en Facebook, a quienes vocean su soledad en Twitter y en Cblist, y aun en los lugares más recónditos de Javalink. Y aunque no te dice quién sos ni para qué estás aquí, hijo de la Nada, surgido de la Nada, la pequeña Nada y oscura establece una frontera de cristal líquido y te permite cruzarla una y otra vez, ida y vuelta, cuantas veces quieras o se te ocurra, para sumergirte en un espacio atribulado en el que giran y luchan los torbellinos entrelazados de lo superficial y lo profundo. Y está. Sí, el agua oscura de los torbellinos.

Y aunque no te diga nada sobre tu propia existencia y su inexistente significado, la disuelve y la mezcla, la transforma en un líquido poroso que se derrama y mezcla con los titánicos torrentes de lo virtual: es tu espejo, tu nuevo yo, tu plácido nirvana que lo destruye y lo potencia.

Ya está. A través de las persianas herméticas empieza a filtrarse la aurora de rosados dedos, con su leve luz que pretende apoderarse de lo real. Los aparatos de tu casa despiertan, el agua vuelve a volcarse desde las canillas obturadas, el aire acondicionado vuelca sobre vos el frío de muchas tardes ulteriores, los ruidos de la calle aumentan en un crescendo temeroso, temible, amable y protector.

Ya está. Ya el sol alcanzó su plenitud; has atravesado la noche crispada de peligro y el aire (que pretende ser real) fluye desde afuera e invade tus pulmones.

Pero en la penumbra que mantenés dentro tuyo, en esa penumbra que atesorás, ante la que te arrodillás cada minuto, sigue titilando Internet.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Bitácora

Me pregunto por qué sólo una persona ha participado hasta ahora del WikiblogC, que justamente pretende ser una experiencia abierta, donde cada uno puede publicar lo que se le ocurra.
Anímense!

Hay dos formas de participar del WikiC

1) Haciéndote miembro del blog, de manera tal que tendrás libertad absoluta para publicar cuándo y cómo quieras. Para eso sólo tenés que mandarnos un mail a leonardomoledoblog@gmail.com con el asunto "Sumarme al Wikiblog". Y te enviamos la invitación para que puedas formar parte y empezar a publicar.

2)Enviándonos tu texto por mail a leonardomoledoblog@gmail.com con el asunto "Para publicar en el Wikiblog". De esta manera nos encargaremos nosotros de hacer la publicación en el blog. AVISO: si bien es más fácil, puede que lleve más tiempo que el texto aparezca publicado, por eso recomendamos que participes haciéndote miembro.

Bitácora

¿Hasta dónde llega un blog? ¿es infinito? Recién vuelvo de Quilmes, de dar clase. Para la ruta, no hay mejor música que las suites inglesas de Bach. ¿Las conocés, Carlos?

viernes, 13 de noviembre de 2009

Club del chiste

Hoy, para afrontar la humedad, un chiste con moraleja sobre el valor del Saber que envió Paula Salguero. ¡Gracias, Paula!  
Recuerden que pueden enviar sus chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com, así sumamos al repertorio.

Algunas veces es un error juzgar el valor de una actividad simplemente por el tiempo que toma realizarla...
Un buen ejemplo es el caso del ingeniero que fue llamado a arreglar una computadora muy grande y extremadamente compleja, una computadora que valía 12 millones de dólares. Sentado frente a la pantalla, oprimió unas cuantas teclas, asintió con la cabeza, murmuró algo para sí mismo y apagó el aparato. Procedió a sacar un pequeño destornillador de su bolsillo y dio vuelta y media a un minúsculo tornillo. Entonces encendió de nuevo la computadora y comprobó que estaba trabajando perfectamente. El presidente de la compañía se mostró encantado y se ofreció a pagar la cuenta en el acto.
- ¿Cuánto le debo? -preguntó.
- Son mil dólares, si me hace el favor.
- ¿Mil dólares? ¿Mil dólares por unos momentos de trabajo? ¿Mil dólares por apretar un simple tornillito? ¡Ya sé que mi computadora cuesta 12 millones de dólares, pero mil dólares es una cantidad disparatada! La pagaré sólo si me manda una factura perfectamente detallada que la justifique.
El ingeniero asintió con la cabeza y se fue. A la mañana siguiente, el presidente recibió la factura, la leyó con cuidado, sacudió la cabeza y procedió a pagarla en el acto, sin chistar.


La factura decía:
Por servicios prestados:

Apretar un tornillo........................ 1 dólar

Saber qué tornillo apretar............... 999 dólares


miércoles, 11 de noviembre de 2009

Prohibición de la risa en el municipio de Miriapolis

El decreto de prohibición de la risa fue tal vez el error más craso del intendente Enrique José Fonseca, y el que costó el derrumbe de toda su administración y la interrupción de un plan de colocación de tres faroles de alumbrado público que había entusiasmado a la población. Pero desde el día en el que firmó aquel decreto, el Intendente de Miriápolis había, de alguna manera, sellado su destino.

Cuentan las malas lenguas, que nunca faltan, que la fulminante prohibición se originó durante el velorio de la mujer del máximo funcionario. En aquella ocasión, el Intendente, agobiado por el dolor, tuvo que oír sin un asomo de protesta –las reglas del protocolo se lo impidieron– cómo se contaba un chiste a sus espaldas. En verdad, se trataba de un chiste malísimo y las risitas fueron ahogadas por el olor de las flores, el café y el cansancio de un velorio que, en razón de la alta investidura del viudo, se había prolongado por más de una semana. Pero el Intendente tomó nota del episodio, de lo cual dio cuenta a los quince días, al refrendar el decreto que desde ese momento se convirtió en la pesadilla de la población, y que no pudieron atenuar los postes de alumbrados ni las plazas públicas que el Intendente inauguró.

El decreto prohibía la risa en “todos sus aspectos y manifestaciones, en todo lugar en que se produjera, fuere o no propicio el momento y/o el acto que la indujera. Se prohíbe, asimismo, todo rictus que pudiera tomarse como risa”, y seguía una larga cadena de especificaciones y penas para los diversos casos que pudieran presentarse. El original del decreto estaba escrito de puño y letra por Enrique José Fonseca.

Los primeros en verse afectados en forma visible fueron los dueños de la cadena de cines que tuvieron que sustituir las comedias por lacrimógenos melodramas que no gozaban de gran aceptación. En cuanto al resto de la población, se puede afirmar, y sin temor a faltar a la verdad, que no se tomó muy en serio la cosa, y se siguió riendo de cuanta cosa pudiera como si nada hubiera pasado, y como si nunca hubiera ocurrido nada en ningún velorio, y como si nunca se hubiera firmado ningún decreto de prohibición.

Hasta que la policía arrestó a un grupo de adolescentes que se habían estado riendo en un bar-heladería de la Plaza San Martín y los encerró durante cincuenta días en un calabozo de castigo. De nada sirvieron las súplicas de amigos, padres y abogados. Los adolescentes cumplieron el castigo día por día y salieron desnutridos, maltrechos y contando historias que hacían poner la carne de gallina al más avezado de los vecinos.



La reacción fue la de esperar. Nadie se atrevió a desafiar públicamente al máximo mandatario, y se suspendieron las fiestas, reuniones y hasta los mismos encuentros entre amigos, temiendo que el menor esbozo de sátira o doble significado que provocara una sonrisa fuera percibido por el policía más cercano. Sólo se conservaron los cursos de egiptología y los elogios fúnebres, durante los cuales, sin embargo, algunos concurrentes osados se atrevían a pasarse papeles con chistes laboriosamente copiados a mano, o se mostraban caricaturas apresuradamente dibujadas sobre las uñas. Estas y otras violaciones a la inflexible regla explica que las cárceles se superpoblaron de hombres, mujeres y niños apresados en el momento de cometer el acto que tan repudiable resultaba al Intendente Municipal. El número de presos aumentaba día a día y los abogados defensores hacían malabarismos para mostrar que determinado rictus no constituía un “caso de risa”, sino una demonstratio ad absurdum, iniuria reconiecto, apelatione ostultitiae y profusas denominaciones latinas que, complementadas con la presentación de serios y voluntarios testigos, trataban de cubrir las variantes de lo prohibido. Ante la proliferación de estas argucias legales que muchas veces convencían a jueces desafectos al gobierno municipal, el Intendente redobló la vigilancia e hizo correr un rumor sobre la implantación de la pena de muerte y el castigo corporal. Nadie lo creyó posible. Hasta que dos cómicos, que ingresaron al municipio con el objeto de visitar a unos tíos, fueron apresados y ejecutados en la plaza pública ante los ojos desorbitados de la población.

Frente a la imposibilidad de dar curso a un sentido del humor que se había desarrollado y hasta había sido estimulado por anteriores intendentes, la gente empezó a reír en secreto. Se utilizaban para ello los sótanos, los baños de bares y clubes, la intimidad de las habitaciones de los prostíbulos, los depósitos y el campo abierto, donde se podía reír o sonreír sin el peligro del calabozo o la muerte. Un grupo de acción clandestina, conducido por un médico homeópata, se propuso como forma de liberarse de esa pesadilla diaria: provocar la risa del propio Intendente Municipal para hacerlo así culpable del gravísimo delito de “risa de funcionario público”, que según la legislación vigente se castigaba con la “muerte de facto”, pretendiendo de esta forma terminar con el régimen mediante la misma ley que lo sostenía. Pero el plan –hacerle muecas durante un acto público– fue denunciado por un traidor, que nunca falta, y sus ejecutores fueron detenidos, bárbaramente torturados y sus cuerpos mutilados se encontraron flotando en el río sin que jamás hubiera un desmentido de la intendencia. Un valeroso grupo de abogados y padres de familia –que pagaron con la vida su atrevimiento– elevó un memorándum de protesta ante las autoridades nacionales. Jamás hubo ninguna clase de respuesta.

Con el correr del tiempo la situación se agravó. Por un lado, muchos aprendieron a canalizar sus necesidades hilarantes por otras partes del cuerpo, y muchas veces un puño cerrado, un brazo doblado, un pie llevado hasta la boca del estómago o –en casos extremos un charco de orina– eran señales inequívocas de la aceptación de un chiste o el reemplazante de un guiño malicioso. Quienes no aprendieron a somatizar de este modo, recurrieron a cirujanos plásticos que insertaban finos alambres de acero dentro de los labios para impedir que se curvaran en el gesto fatal.

Sólo en las cárceles, en el pabellón de los convictos a la pena capital se escuchaban risas. Eran los condenados, que más allá de cualquier salvación legal, daban rienda suelta a su necesidad de reír.

La ciudad estaba aterrorizada. Todo habitante, junto con el diario desayuno, leía libros tristísimos que aventaran la posibilidad de cualquier pensamiento agradable durante veinticuatro horas, permitiéndoles sobrevivir sin temores a las leyes pavorosas del Intendente Municipal. Los grupos de resistencia clandestina crearon una especie de alfabeto Braille de la risa, que quedara fuera de toda intervención u observación del poderoso funcionario y sus grupos de represión. Pero este alfabeto se complicó de tal manera –dado que los teóricos del grupo, avezados lingüistas, procuraban distinguir la “risa media”, la “carcajada”, la “risa a regañadientes” y la simple sonrisa mediante un complicado sistema de signos diferenciales– que la práctica ocultista de la risa se convirtió tan solo en la posibilidad de algunos elegidos y grupos de elite.

Mientras la población se desesperaba, mientras los químicos trataban de fabricar un gas hilarante –en la creencia de que ante una explosión colectiva de risa el Intendente no se atrevería a ordenar una represión masiva y se vería obligado a rendirse– mientras los médicos y los biólogos trataban de ubicar el centro de la risa entre las circunvalaciones del cerebro para atrofiarlo y ofrecer así un precario alivio a la población, un grupo de psicólogos y sociólogos de avanzada, trabajando interdisciplinariamente, encontraron la solución.

La argucia utilizada no consta en las actas históricas de la municipalidad por considerársela lesiva para la imagen de la intendencia. Pero la imaginación popular, liberada de trabas de protocolo, se encargó de divulgarla, y es así que ha llegado hasta nuestros días. Instruyeron a una cortesana de oscuro renombre para que sedujera –según las más modernas técnicas psicoanalíticas– al inflexible e imperturbable Intendente en el curso de una recepción oficial a la que asistió fingiendo ser la secretaria de una sociedad de socorros mutuos. Ya en la intimidad de la alcoba, la cortesana en cuestión le hizo cosquillas en un lugar del cuerpo cuyo nombre no se ha inventado todavía y del que no hablan las crónicas.

Como los psicólogos lo habían previsto, como los sociólogos lo habían vaticinado, el Intendente Enrique José Fonseca se mantuvo hasta el último instante apegado a su ley. Pero fue tan grande el esfuerzo que le requirió conservar la compostura, que tras noventa y dos minutos de ejercicio, la cortesana –cuyo nombre se ha perdido para la historia– pudo comprobar que a su lado yacía tan solo un cadáver.

El nuevo intendente se apresuró a derogar el odiado decreto y el municipio entero lanzó una carcajada de alivio. En cuanto a la muerte de su antecesor, fue catalogada como producida por un infarto de miocardio debido a un exceso de esfuerzo físico, lo cual, si se quiere, no está tan alejado de la verdad.

lunes, 9 de noviembre de 2009

El suicida optimista

 Un nuevo concepto, pero que además venía dotado con un status especial, el principio de conservación de la energía habría de convertirse en la ley de leyes del universo físico, era el primer principio de la termodinámica.

La ley de conservación de la energía era un principio feliz: todo lo que hay, habrá, y nunca perderemos nada. Se sucederán las generaciones, y las máquinas, se levantará el polvo de la tierra por la acción de las ruedas que producen rozamiento y calor y volverá a posarse, pero la cantidad de energía disponible para realizar trabajo y hacer funcionar al mundo siempre será la misma y estará ahí, ya sea almacenada en la materia (energía química), en el movimiento (energía cinética), en el campo gravitatorio (energía potencial), en la incipiente electricidad o en el calor, y cualquiera de estos tipos de energía se podrían reciclar indefinidamente. ¡No podía existir un principio mayor de plenitud en una ciencia que se expandía aceleradamente, y que con instrumentos cada vez más finos, con matemáticas cada vez más precisas y una confianza cada vez más robustecida, se sentía capaz de escrutar todos los rincones hasta agitarlos!

Sin embargo, era demasiado bueno, y una sombra acechaba: en efecto, en 1862, Rudolf Clausius (1822-1888) introdujo en ese universo conservador y confiado en sí mismo una nueva entidad a la que llamó entropía, una magnitud que, a grandes rasgos, es la medida del desorden de un sistema, y enunció lo que se conoció como el segundo principio de la termodinámica: la entropía inexorablemente aumenta, todo lo desordenado se desordena, tarde o temprano, toda la energía (aunque se conserve) antes o después se convertirá en calor, su forma más “desordenada”, con más alta entropía. Cada vez que hierve una pava para hacer café y el calor se convierte en movimiento de las moléculas de agua, hay una parte de ese calor que no regresará más y nunca podrá recuperarse: y así, todo el universo terminará transformándose en calor, desde el más pequeño de los seres vivientes hasta la más grande de las estrellas; el inexorable aumento de la entropía nos condenaba a la muerte térmica, a una inmensa nada donde no habría ya materia ni movimiento, ni electricidad, ni nada que no fuera calor. Una inmensa nada inmóvil e inerte donde (aunque por supuesto la cantidad de energía total sería idéntica) la entropía iba a alcanzar su máximo y ningún fenómeno podría ya producirse, porque en ningún caso la entropía puede disminuir.

El segundo principio de la termodinámica, o ley del aumento de la entropía, era triste, tristísimo. No era agradable, en medio de una época de confianza y expansión, tener conciencia de que cada fósforo que se enciende, cada movimiento, cada pensamiento (que genera calor a partir de los circuitos eléctricos cerebrales) aceleran la muerte térmica del universo, saber con total certeza que todos los esfuerzos terminarían siendo mera radiación térmica, vulgar temperatura, miserable vacío caliente. No era lindo pensar que la entropía marcaba una flecha del tiempo que señalaba la tumba, un reloj que cantaba los segundos hasta disolverse él mismo en un calórico final.

Ludwig Boltzmann nació en 1844 en Viena, en 1867 se doctoró en Física, ocupó distintas cátedras y enseguida se destacó como una autoridad en mecánica estadística, y su nombre quedó vinculado con los de Bunsen, Kirchoff, Helmholtz y el mismísimo Maxwell, dios del electromagnetismo. Su fama crecía, y tanto prometedores talentos como figuras importantes como Wilhelm Ostwald, o Ernst Mach, se acercaban para trabajar o polemizar con él.

Pero además de su enorme cantidad de trabajo en la mecánica estadística, Boltzmann le encontró una vuelta al segundo principio de la termodinámica o ley del aumento de la entropía, considerada con inexorabilidad por sus contemporáneos, aunque algunos planteaban sus dudas. Pero fue Boltzmann quien transformó la inexorabilidad en probabilidad: según su interpretación, no es que el universo deba evolucionar fatalmente del orden al desorden, sino que, puesto que el número de estados desordenados es mucho, pero muchísimo mayor que el de ordenados, naturalmente se mueve de los estados menos probables a los más probables.

No hay, así, nada devastadoramente fatal en el aumento de la entropía: después de todo, la entropía podría disminuir, del mismo modo que ninguna ley impide que en la ruleta salga el número 5 un millón de veces seguidas (si ocurriera no habría que cambiar una sola palabra en los libros de probabilidad) o que las moléculas de una habitación se ordenen espontáneamente (violando la ley del aumento de la entropía) y se acumulen en una de las esquinas, asfixiando de paso, en aras de la esperanza, a quienes estén presentes.

En cierta medida, Boltzmann le dio al mundo y a los fenómenos una remota, remotísima esperanza. Le quitó a la segunda ley su aura funeraria, su aureola de muerte (térmica) inconmensurable; abrió, si se quiere, una rendija por la que existe una lejanísima posibilidad de atisbar. Transformó la certeza absoluta del fin en un pesimismo atado a bajísimas probabilidades.

El 5 de octubre de 1906, hace hoy ciento tres  años y unos días, Boltzmann se suicidó, ahorcándose en una playa italiana cerca de Trieste. En su lápida figura la formula S= k log W, base de su interpretación un poco más optimista de la ley que ordena a la entropía aumentar.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Club del chiste científico

 Recuerden que pueden enviar sus chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com, así sumamos al repertorio. 
Hoy, una fábula. 

Un conejo estaba sentado delante de una cueva escribiendo, cuando
aparece un zorro.
- Hola, conejo, ¿qué hacés?- le pregunta el zorro
- Estoy escribiendo una tesis doctoral sobre cómo los conejos comen
zorros.
- Ja, ja, pero qué decis.
- ¿No me crees? - dice el conejo- Vení conmigo adentro de la cueva...

Los dos entran y al cabo de un ratito sale el conejo con  la calavera del zorro y se pone a escribir. Un rato más tarde llega el lobo
- Hola, conejo, ¿qué haces?-dice el lobo
- Estoy escribiendo mi tesis doctoral sobre como los conejos comen zorros y lobos-responde el conejo.
- Ja, ja, ¡qué bueno, qué chiste más divertido!
-¿No me crees?- le dice el conejo de nuevo- vení adentro de la cueva, que te voy a
enseñar algo...

Al cabo de un rato sale el conejo con una calavera de lobo y empieza otra vez a escribir. Despues llega un oso.
- Hola, conejo, ¿quá haces? -dice el oso
- Estoy acabando de escribir mi tesis doctoral sobre como los conejos comen zorros, lobos y osos.
- No te lo crees ni vos - le dice, irónico, el oso.
- Bueno, dale, te apuesto a que no te metés en la cueva conmigo.
De nuevo se meten los dos en la cueva y, como era de esperar, un leon
enorme se tira encima del oso y se lo come. El conejo recoge la calavera del
oso, sale fuera y acaba su tesis.


Moraleja: Lo importante no es el contenido de tu tesis, sino tu asesor.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El poder de los cementerios (Miriapolis I)

Hubo una época en que el cargo de Director del Cementerio fue codiciado, respetado y temido por todos en el Municipio de Miriápolis, que, como todos saben, queda lejos del mar y por esa razón tuvo siempre propensión a convertirse en una zona de leyenda, al borde de lo real. Lo cierto es que la Dirección del Cementerio llegó a ser el puesto más importante en la Municipalidad. Por aquel entonces, el Director del Cementerio hacía y deshacía a su antojo: era el poder detrás del trono del Intendente Municipal.
Los que conocen la Historia cuentan que en un principio, en épocas en que la Dirección del Cementerio era una ínfima dependencia de la Secretaría de Cultura, nadie daba importancia a una función que se miraba casi como indigna. Pero fue un Director audaz el que dio un giro decisivo a las cosas al conseguir, mediante una hábil maniobra burocrática, independizarse de la Secretaría de Cultura, pasar a la Dirección de Museos y Paseos Públicos y, diez años más tarde, erigirse en dependencia autónoma con rango de Secretaría, con capacidad de dialogar y hasta de enfrentarse con el mismísimo Intendente, ante la envidia y la impotencia del Secretario de Cultura, que tenía que conformarse con administrar un teatro o hacer méritos inaugurando una sala de ballet.
El Director del Cementerio imponía su voluntad. ¡Ay de quien se enemistara con él! Cualquier muerte en su familia terminaría convirtiéndose en una pesadilla difícil de superar. Los velorios podían llegar a prolongarse durante semanas hasta que –mediando alguna dádiva o la intervención de algún alto personaje– el Director concediera la autorización para el entierro.
Pero su poder no se detenía allí. Disponía a su placer del traslado de los ataúdes entre las bóvedas y no era infrecuente que en un solo panteón mezclara a familias mortalmente enemistadas entre sí, creando toda clase de problemas. Los permisos para visitar las tumbas se distribuían según una arbitraria cadena de influencias, y llegó el momento en que una entrada al cementerio se cotizó a precios elevadísimos en el mercado negro, ya que la gente, en forma obstinada, se negaba a olvidar a sus muertos.
Tamaños abusos de poder no tardaron en suscitar una respuesta popular, y florecieron en un tiempo los cementerios clandestinos. Cualquiera que dispusiera de un jardín moderadamente grande se avenía a enterrar a tres o cuatro familias amigas, arriesgándose a la represión más despiadada. La red de cementerios clandestinos llegó a tener una gran extensión –con la complicidad, hay que reconocerlo, de la policía, que por alguna razón estaba enemistada con el poderoso funcionario– hasta que fue descubierta y completamente destruida gracias a la delación de un enterrador. El soplón, según pudo comprobarse más tarde, era empleado del Municipio.
A partir de ese momento, el poder del Director del Cementerio fue absoluto. No había nadie que no temblase en su presencia. El pavoroso funcionario tenía sitios preferenciales en los espectáculos públicos y lugares especialmente reservados para estacionar su auto. El Teatro Municipal le dedicó un palco, de modo que asistía puntualmente al estreno de cualquier obra teatral y hacía palidecer a los actores con sólo mirarlos. No era infrecuente que interrumpiera una representación para anunciar, a través de micrófonos hábilmente distribuidos, la demolición de una bóveda trabajosa, costosamente construida, o la eliminación de una cantidad indeterminada de cadáveres –cuya lista exhaustiva jamás se proporcionaba– con el sencillo expediente de arrojarlos al río.
Con el tiempo, el cargo tendió a hacerse hereditario y la familia del Director del Cementerio pasó a ser la más opulenta del municipio. Se prohibió todo tipo de ceremonia privada o religiosa. Más tarde llegó a impedirse la asistencia a los entierros: los deudos debían despedirse de sus muertos queridos ante los portones custodiados por guardianes fuertemente armados. Nadie sabía lo que ocurría atrás de esos paredones herméticos, lo que dio pie para que se tejieran las historias más fantásticas y horripilantes.
Fue entonces cuando el Director del Cementerio alcanzó el cenit de su poder en el Municipio: las secretarías de Obras Sanitarias, de Energía y de Alumbrado Público cayeron bajo su férula. Ni siquiera pudo sustraerse a su influencia la propia Secretaría de Cultura, cuyo titular pasó a ser un funcionario de segunda categoría. El Director dejó de aparecer en público; su figura adquirió perfiles remotos y reverenciables, con grupos armados que le obedecían y se encargaban de su custodia personal.
Un asunto casual, según algunos –un asunto celosamente preparado, según otros, por la resistencia clandestina–, fue el que llevó a un Director al enfrentamiento fatal con un Intendente particularmente poderoso. El motivo: el traslado de un muerto remoto. Un incidente en apariencia banal, cuyos detalles nunca trascendieron a la opinión pública.
Lo cierto es que, al dar el Intendente una respuesta drástica al poder del funcionario y abolir lisa y llanamente la Dirección del Cementerio, subsumiéndola en la Secretaría de Artes y Vías Navegables, la fuerza pública no fue suficiente para doblegar al implacable Director y se requirió la intervención de los más altos poderes del Estado nacional. La población asistió azorada y ausente a la lucha sangrienta, hasta que con el triunfo del Municipio todo volvió a la normalidad, no sin antes dar pie a un breve período de precario y audaz libertinaje en el que cada uno podía enterrar a sus muertos como y donde quisiera.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Bitácora

Durante noviembre nuestro querido Cineclub estará presentando un ciclo de películas del maestro Ingmar Bergman. Estén atentos a las publicaciones todos aquellos interesados. Quienes quieran sugerir alguna en particular, pueden hacerlo, todavía están a tiempo. Por lo pronto empezamos con Gritos y susurros que viene a sumarse a Persona en nuestra selección de Bergman.

Milonga darwiniana

Charles Darwin, que fue uno de los científicos más grandes que hayan existido, nació en Shrewbury, Inglaterra, en 1809, año en que Lamarck publicaba su Philosophie Zoologique. Eran las épocas en que empezaba a abrirse paso la idea de que las especies no habían sido creadas tal como eran hoy, sino que habían evolucionado lentamente a partir de especies anteriores. En 1859, Darwin publicó El Origen de las especies, donde explicaba el mecanismo por el cual se produce la evolución: la selección natural. El Origen de las especies fue un de los libros más influyentes en la historia del pensamiento humano, y revolucionó la biología, mostrando que el hombre no era el centro de la creación, sino un producto, como el resto de los animales y las plantas, de millones de años de graduales transformaciones.


Milonguita darwiniana
de los pies a la cabeza
se sabe cuándo termina
pero nunca cuándo empieza

En el Barrio de Pompeya
muy cerca de donde están
las vías, hubo un malevo
apellidado Galván.

Como un rey en la milonga
y una luz con el facón
a Galván lo fascinaba
la ley de la evolución.

¡Qué grande fue Charles Darwin!
reflexionaba el malevo
"se puede decir que él solo
fabricó el mundo de nuevo".

Y en medio de la milonga
mandaba parar la cosa
para mandarse un discurso
medio en verso y medio en prosa



Le decía al malevaje:
"Escuchen esta teoría
que es el punto culminante
de toda la biología".

Si por ái se retobaba
la audiencia desconcertada
los mantenía en un puño
clavandolés la mirada

Decía: "nunca sabemos
si algo está bien o está mal
eso el tiempo lo decide
por selesión natural.

No se sabe cuáles son
los rasgos adaptativos
a veces los más borregos
resultan ser los más vivos.

Escuchen si no esta historia:
los mató una suerte perra
a los grandes dinosaurios
que dominaron la tierra.

No pudieron adaptarse
a un planeta que cambiaba
ni mantener el calor
mientras el mundo se enfriaba

Escuchen con atención
esto que les digo yo
en el mundo y en Pompeya
quien no se adapta, sonó.

Explicaba con paciencia:
en cada generación
no da abasto el medio ambiente
pa' toda la población

y así empieza cada bicho
la lucha por la esistencia
por la hembra, la comida
y por dejar descendencia

Los que son más adaptados
reciben el mejor trato
los otros se van derecho
para la quinta del ñato.

Los rasgos adaptativos
sufren acumulación
que se hace más pronunciada
con cada generación.

y a medida que varían
las cercustancias malevas
las especies van cambiando
y salen especies nuevas.

las especies estinguidas
millones de años atrás
aunque hayan sido valientes
dejan güesos, nada más.

Y hay que andarse con mucho ojo
porque aquí en el arrabal
es más fuerte que la yuta
la selesión natural!

El malevo de suburbio
que no sabe biología
podrá tener muchas minas
pero siempre anda en la vía

No me gusta la inorancia
aquí hay que usar la cabeza
como dijo Charles Darwin
siempre por algo se empieza

Y le digo al malevaje
que es importante estruirse
porque si no, cualquier día
van a tener que estinguirse.

Malevo que da consejos
no es malevo, es un amigo
escuchen lo que les digo
y estudien la evolución
para estar bien preparados
cuando llegue la estinción".

Milonguita darwiniana
con su corte y su quebrada
enseguida se termina
y aquí no ha pasado nada.

Milonguita darwiniana
que se canta con ternura
en el barrio de Pompeya
cuando la noche está oscura.