jueves, 30 de julio de 2009

El átomo de Granada (copla)

Por Leonardo Moledo

Hubo un átomo en Granada
tan majo y tan bien vestido
que los demás lo envidiaban
como a un diamante muy fino.

Era un átomo de uranio
pues lo preguntáis, lo digo
con protones y electrones
relucientes y tan limpios
que parecían estrellas
sobre un espejo de trigo.

Cuando subía a la Alhambra
para pasear y ser visto
las manolas le cantaban
sus amores al oído
y respondiéndoles él
con un gesto, o un cumplido
las manolas suspiraban
durante un año corrido.
Los dos ríos de Granada
cada uno con su estilo,
de a ratos lo acariciaban
como un perro, o un amigo.


El átomo era feliz
muy formal y muy sencillo;
le gustaba ir a los toros
los sábados y domingos
y azuzar a los erales
con verónicas de armiño.
Y saliendo de paseo
al azar de los caminos
derretía madreselvas
con solo enseñar su filo.

Ay, átomo de Granada
lo que eres y lo que has sido!

Porque un día cayó en manos
de una caterva de físicos;
fue a parar a un ciclotrón
circular, oscuro y frío
sin cantares, ni gitanos,
ni palomares, ni ríos.

Empezó el experimento
y el átomo, allí metido
de pronto fue bombardeado
con neutrones asesinos.

Primero no dijo nada
permaneció muy tranquilo
y respondió al bombardeo
radiando solo un poquito.

Pero luego se cansó;
se sintió tan agredido
que tomó su decisión
sin consulta y sin testigos.
Entonces se partió en dos
dejando un par de atomitos
y tres feroces neutrones
veloces y decididos
a partir a cualquier costo
otros átomos amigos

" Una reacción en cadena!"
Gritó el mayor de los físicos
dos corrieron a la puerta
y el menor sacó un cuchillo
andaluz como un gitano
y afilado como un lirio

Pero nada. Ya era tarde
los átomos, decididos
se partían como pájaros
alcanzados por un grito
la explosión fue tan tremenda
tanto el fuego, y tanto el ruido
que de aquel laboratorio
con estampa de castillo
quedó después de un instante
sólo un yermo radioactivo.

Ay, átomo de Granada
lo que eres y lo que has sido!

Granada se había quedado
sin su átomo favorito
aún lo lloran en sus calles
las torres y farolitos.
Y al cruzarse las manolas
y rozarse sus vestidos
se susurran esta copla
siempre con el mismo ritmo

"Si quieres jugar con átomos
bombardearlos, o partirlos
nunca trates de empezar
con uranio granadino."

martes, 28 de julio de 2009

Replay

Publicado en Página/12, Sociedad, Lunes 20 de julio de 2009

Una vez me invitaron a hablar o a escribir, vaya uno a saber, sobre un tema que ya no recuerdo... Podía ser tanto sobre los platelmintos extraños, como sobre las nuevas mediciones del núcleo terrestre, o el impacto tecnológico sobre la forma de tomar café. Lo cierto es que terminé hablando del alunizaje. Ahora que se cumplen cuarenta años, un fragmento de lo que dije (o escribí... la memoria es falible, por suerte) a propósito:

“Es difícil negar que el viaje a la Luna marcó el cenit de la aventura tecnológica, el nec plus ultra de la ingeniería. Pero también la culminación de una visión utópica y expansiva de la historia, abierta a lo grande y lo absoluto, en la que todo era percibido como una frontera en expansión, en un momento en que la lógica histórica estaba, sutilmente, cambiando y la mirada se volcaba hacia lo pequeño –la palabra ingeniería viraba hacia objetos de microscopio, como los genes—, y lo doméstico, como las preocupaciones ecológicas: el terreno desconocido a investigar se convertía en basural a recuperar, nicho ecológico a preservar, aerosol a prohibir; en el imaginario colectivo (en gran parte debido al crecimiento del arsenal nuclear), la tecnología se estaba convirtiendo, en la percepción corriente, de una conquista en una amenaza, el posmodernismo comenzaba a levantar su fea cabeza. (...)

“1969: Faltaban sólo tres años para que la sigla PC se transformara de Partido Comunista en Personal Computer, poco más para que las PCs del mundo (cumpliendo el mandato del Manifiesto Comunista) se unieran en redes distribuidas y el espacio virtual empezara a desplazar al espacio interplanetario como la última frontera: el viaje a la Luna es lo contrario de Internet, el polo opuesto de la concepción en red distribuida. Es una pirámide, en la que todo remata en un solo punto, es un esfuerzo dirigido hacia un único objetivo, es una progresión que culmina y se resume en un clímax que anula todo lo anterior. Hasta el extremo de que nadie recuerda a los astronautas que siguieron... La vieja historia elitista del ‘primero’...

“Pero además, el ideal de la gran nación que acomete una gran empresa empezó a sufrir los primeros achaques del anacronismo, y ceder ante el ideal de la gran empresa que sustituye, como agente histórico, a la nación: la aventura del espacio no cuaja bien en el orden neoliberal: la Luna, en cierto modo, es el colmo de lo público (“éste es un gran paso para la Humanidad”) y tiene veleidades de unicidad. Es demasiado barata para la publicidad y demasiado cara para el turismo. Y el viaje a la Luna es irremediablemente inútil.

“Sin embargo, el alunizaje sigue conservando su eficacia simbólica: objetivamente, es la última frontera que alguna vez algún ser humano alcanzó. Nadie, absolutamente nadie, ningún viajero, ningún ser vivo del planeta Tierra, en ninguna generación precedente, nunca, fue tan lejos. El 20 de julio de 1969 sigue siendo la fecha en que alguien estuvo, por primera vez, en un cuerpo celeste que no es la Tierra. Nadie conoció, ni exploró jamás, nunca en un sitio tan radicalmente, astronómicamente distinto, tan afuera. Al fin y al cabo ese día se viajó a la Luna y el viaje se transmitió por televisión desde allí. La Luna, que reguló el calendario y las mareas, presidió los partos y embrujó a los locos (que aún se llaman lunáticos), la Luna que los griegos endiosaron como Artemisa y los romanos como Diana cazadora, que Aristóteles imaginó perfecta (como el resto de los astros celestes) y enganchada a una esfera de cristal, la Luna que Galileo vio por primera vez por un telescopio de fabricación casera y que, pudo comprobar, no era perfecta sino llena de cráteres y montañas, que no era sagrada sino laica y que confirmaba la suciedad, el desorden, la vacuidad, las enormes posibilidades del cielo.

Bueno, no me acuerdo más.

lunes, 27 de julio de 2009

El argentino no está preparado para ver a los negros

Por Leonardo Moledo y Nicolás Olszevicki
Publicado en Página/12, Diálogos, Lunes 27 de julio de 2009


"El argentino no está preparado para ver a los negros"

ENTREVISTA A PABLO CIRIO, ANTROPÓLOGO DE LA MÚSICA Y MILITANTE SOCIAL

Los descendientes de africanos en Buenos Aires sufrieron un mecanismo consciente de invisibilización. Lo cierto es que los negros están y existen. Pablo Cirio se ocupa de estudiar a y con los afroporteños, que cuentan entre sus filas a ciertos famosos que reniegan de su estirpe y que influyeron decisivamente, quiérase o no, en muchas de las más ponderadas creaciones nacionales.

–Usted es antropólogo, pero trabaja con la música.

–Efectivamente. Mi especialización es la música en contextos socioculturales, concretamente, ahora, en la población afroargentina (es decir, los descendientes de negros africanos esclavizados en la época colonial hasta 1861, que fue el año real de abolición de la esclavitud en nuestro país).

–¿Por qué fue el año real?

–Generalmente se cita la libertad en 1813, pero ésa fue una libertad formal. La esclavitud, de hecho, siguió funcionando; los esclavos siguieron estando bajo condiciones de servidumbre en las casas de sus amos. En 1861, Buenos Aires suscribe a la Constitución Nacional, y es en esa Constitución donde realmente queda abolida la esclavitud.

–¿Era una población de cuánta gente?

–Las cifras son muy endebles. Uno a veces piensa que los censos son abstracciones matemáticas puras y duras pero, desde las formas de diseñar un censo hasta las maneras de contar a las personas, hay mucha incidencia de factores culturales. Tal es así que en 1887 es el último censo nacional en el que se cuenta a la población negra de manera diferencial. Después de 1887 los censos no incluyen la categoría “negro” y crean otra categoría que es la categoría de “trigueño”, que formó parte de un mecanismo de invisibilización de la negritud. Lo que los censos reflejan no es la realidad como una fotografía de la época, sino cuestiones ideológicas. En 1887, en Buenos Aires dan como población negra un 1,8 por ciento (que parece mínima). Para ese período, sin embargo, la comunidad negra tenía una prolífica actividad social y cultural: entre ellos funcionaban 20 periódicos, había cerca de 100 entidades afroporteñas (entre sociedades carnavalescas, de ayuda mutua, etc.), había centros políticos, artísticos, culturales...

–Y el mito de que los negros fueron barridos por la fiebre amarilla y la guerra del Paraguay, ¿es realmente un mito?

–No, eso es verdad. Hay varios supuestos que cualquier argentino podría enumerar si se le pregunta por qué no hay población negra en la Argentina. La primera argumentación es que acá hubo algunos hechos históricos y sociales en los que murieron masivamente: las guerras de la Independencia, la guerra del Paraguay. Como quedaban muchas más mujeres negras que hombres, comenzaron a casarse con blancos y la descendencia comenzó a decaer. Esas razones existieron, pero no explican por qué hoy, en 2009, una parte significativa de la población argentina se reconoce descendiente de esclavos negros y mantiene su cultura vigente.

–¿Y dónde están?

–Bueno, ahí está el segundo mecanismo de negación de la negritud. A cualquier argentino que se le pregunte sobre los negros en la Argentina va a contestar: “Bueno, pero yo no los veo por la calle”. Lo que pasa es que habría que ver por cuáles calles camina nuestro interlocutor: Buenos Aires es una ciudad muy grande y el resto del país ni hablemos. Hay muchas calles, muchos barrios, muchas geografías sociales y culturales. Lo que yo le puedo decir es que ellos están y viven. Así como los censos son un recorte cultural e ideológico, nuestra mirada es también un recorte cultural e ideológico. Uno no mira naturalmente, mira condicionado por la educación, por factores históricos, por intereses y por silencios. Cuando uno tiene el ojo entrenado, puede ver cosas que otra persona no ve. El argentino, en su ideario identitario, no está preparado para ver a los negros. Pero... ¿por qué no podemos verlos? Ahí hay una cuestión delicada. Yo le voy a hablar de los afroporteños, cuya situación es distinta a la de los afroargentinos del interior del país (en cuanto a estrategias de preservación y divulgación de su cultura). Los afroporteños han elegido conscientemente no mostrar su cultura puertas afuera de sus casas. Esa fue una estrategia de preservación y defensa frente a algunos avasallamientos que se vinieron dando en las últimas décadas del siglo XIX. Hay que tener en cuenta siempre que en 1861 es la abolición de la esclavitud y ya en 1863 se empezó (con una nota publicada en los almanaques de la época) a hablar de la inminente desaparición biológica y cultural de los negros. De 1863 hasta el presente, ese tópico se viene repitiendo periódicamente en la prensa, en los académicos, en los políticos, en los intelectuales. “No quedan más negros, ya no hay más tradiciones negras”, se dice. Eso también fue responsabilidad de la propia comunidad negra, que decidió mantener su cultura puertas adentro para evitar ser objeto de burla o de humillación pública (en los carnavales, por ejemplo). Esa estrategia se mantuvo vigente hasta hace dos o tres años. Puertas afuera se mezclaban con los ciudadanos comunes y corrientes, y trataban de mimetizarse con la blanquedad. Eso hizo un engranaje nefasto con el pensamiento blanco que, o bien no los veía (no los quería ver) o bien los extranjerizaba. Es muy común que, cuando uno ve un negro en la calle, piense automáticamente que es brasileño o africano. Si bien es probable que muchos sean de ese tronco, muchos de ellos pueden ser tranquilamente afroargentinos y nosotros ni siquiera lo pensamos. Otra cuestión delicada es la del mestizaje cultural y biológico. Los negros se han mezclado con población blanca y con población aborigen. Ese mestizaje nosotros no podemos verlo. Nosotros vemos en términos absolutos: se es absolutamente negro o blanco. No podemos ver el producto de la mezcla cultural. Y América es eso, en realidad: una mezcla de culturas. Eso derivó, sumado a los grandes índices de pobreza que hay entre la población negra, en la migración del concepto de negritud al concepto de pobreza. Se empezó a hablar de negro no en términos étnicos, culturales e históricos sino en términos de pobreza. Cuando hoy uno habla de negros, eso tiene un sentido socialmente despectivo. Se está racionalizando una cuestión económica y social.

–¿Qué relación hay entre los “cabecitas negras” y los afroargentinos?

–Yo me atrevería a decir que son lo mismo. Cuando se habla del negro, del cabecita negra, estamos pensando en la mezcla de criollos con aborígenes, pero no tenemos en cuenta la tercera raíz de la Argentina. La española es una, la aborigen es otra, pero falta la negra. Esa es la otra pata del mestizaje, que falta en nuestra historia. Esa otra pata fue diluida, fue solapada, fue acallada. Y fue una estrategia consciente por parte de la generación del ’80 en su afán de construir una moderna Nación Argentina. Para eso era clave el ideario blanco (que se mantiene virtualmente intacto). Y, como nadie habló con los afroargentinos a nivel de investigación (siempre se habló sobre ellos, de ellos, en contra de ellos), se me ocurrió que era interesante hablarles. Y lo que dicen es muy interesante.

–¿Qué dicen?

–En este país de ausencias, ellos se consideran los primeros desaparecidos. La pregunta es por qué: si ellos están, si ellos viven, ¿cómo se pueden considerar desaparecidos? La respuesta es que son desaparecidos de Africa: sus ancestros fueron secuestrados de su continente y traídos compulsivamente, esclavizados, a esta tierra.

–Los que viven ahora, ¿son afroporteños puros?

–No existe el concepto de pureza, en ningún aspecto. Ese concepto se toma de la biología o de la culinaria, pero en términos culturales eso no existe (porque uno trata de ponerle valor a eso). Acá fueron traídos muchos grupos diversos del Africa negra, de cuyos nombres no se acuerdan ni los propios descendientes. Porque ellos también quisieron olvidar ese pasado. La mayoría son del tronco bantú, del centro-sur de Africa. Hablar de ese tronco es hablar de medio continente africano. Esos grupos, a su vez, se mezclaron entre sí, y se mezclaron con los blancos, y se mezclaron con indígenas, y de ahí provinieron todos los descendientes. Yo, antes de pensar en términos de pureza o impureza, prefiero pensar en los afroporteños como aquellos que se reconocen descendientes de esclavizados y que mantienen valores de su cultura.

–¿Cómo cuáles?

–La música, la religión, el idioma, la culinaria.

–¿Y qué idioma conservan?

–Bueno, lo que pasa es que el idioma no está disociado de la variación cultural. Se conservan, por ejemplo, cantos arcaicos (posiblemente originarios de Africa) que están en lenguas arcaicas del tronco bantú. Yo he podido traducir una de esas canciones, que ni siquiera ellos saben qué significan, dado que las cantan por fonética. Eso, a su vez, se fue deformando con los siglos, lo cual lo hace aún más complicado. Pero se mantiene, más o menos, el vocabulario. Y mucho de ese vocabulario permeó al lunfardo: mucama, quilombo, catinga. Mucho quedó igual. Y mucho fue variando por las circunstancias históricas del país, por ejemplo, “chongo”. En la comunidad negra, eso significa persona blanca. Fuera de esa comunidad, eso significa otra cosa. Ellos, también, preservaron palabras que no pasaron al lunfardo: mundele (un tipo de carne de vaca) o calunga (cementerio) o tute (caliente). En su habla coloquial, ellos usan esas palabras, que por cuestiones históricas no pasaron a nuestro idioma general.

–¿Y dónde se los encuentra?

–Bueno, la ciudad de Buenos Aires es muy grande, y a eso hay que sumarle el continuum poblacional que es el Gran Buenos Aires. Estamos hablando de un área de más de 10 millones de habitantes. Por cuestiones de pobreza, a través de las sucesivas crisis que fue atravesando el país, la pobreza actuó como fuerza centrífuga y los fue alejando del centro. A fines del siglo XIX, ellos vivían en los históricos barrios de Montserrat, San Telmo y San Cristóbal. Con diferentes crisis, ellos fueron yéndose hacia Flores. En la primera mitad del siglo XX, ellos vivían allí. De hecho funcionó un club llamado La Armonía, en el que se bailaba su música. Hoy, en su mayoría, viven en Merlo, en Ituzaingó, en Paso del Rey, en La Tablada, en La Matanza, en Valentín Alsina, en Lomas de Zamora. Una pequeña población queda en Buenos Aires, pero muy pequeña. Ahí habría que hacer una aclaración. Ellos son todos afroporteños, pero internamente se dividen en dos subcategorías. Los negros usted y los negros che. Los negros usted, que son una minoría, son los pocos que lograron una posición de elite económica e intelectual, a fuerza de deshacerse de su lastre étnico y de no comprometerse con su cultura ancestral (y, por lo tanto, de abrazar el ideario blanco de ciudadano). A algunas de esas personas negro usted las conocemos muy bien, porque son personas de la farándula, o de la política, y, por una cuestión cultural, nosotros no los podemos ver como negros (y ellos tampoco se reconocen como negros).

–¿Por ejemplo quiénes?

–Vamos a dar nombres. La escritora Griselda Gambaro (afrodescendiente del tronco colonial). El pianista Horacio Salgán. El peluquero Roberto Giordano. La actriz o conductora Carmen Barbieri (cuyo abuelo era guitarrista de Gardel). Todas esas son personas que, para nosotros, son blancas (y que se esfuerzan por ser blancas), pero tienen una raigambre negra. El tema de la negritud, entre ellos, no se habla. Esos son los negros usted. La gran mayoría, sin embargo, son los negros che.

–¿Y la música?

–Bueno, lo que estructura la cultura negra porteña es el candombe, y lo que marca el ritmo del candombe es el tambor. Y el toque del tambor para los afroporteños es su conexión sonora con sus ancestros: reviven a sus ancestros a través de la danza y el baile. O sea que toda música es vivida como una danza lúdica pero, a la vez, religiosa.

–¿Y la comida?

–Mucha de ella la comemos a diario, y no tenemos memoria de ese patrimonio negro. Por ejemplo, el dulce de leche. Cuando se dice que nació de un descuido en la provincia de Buenos Aires, luego de que la cocinera de Rosas se olvidara la leche en el fuego, nadie dice que esa cocinera era negra. Por ejemplo, las achuras: las comidas de las vísceras son típicamente negras. No por nada el barrio de Montserrat se llamaba el “Barrio del Mondongo”. Los criollos no comían esa carne, la tiraban. Y las negras achuradoras (esto lo dice Echeverría en El matadero) iban a recoger esa carne para hacer su comida.

–¿Eso es de raíz africana?

–Afroamericano, en realidad. Hay una anécdota de Borges muy interesante. El volvió a su casa, en la década del ’20, y le contó a su madre, enfervorizado, que había estado con compadritos, y que lo habían invitado a comer. La madre, entonces, le pregunta: “¿No habrás comido asado, esa porquería que comen los esclavos?”. Otra comida, que no ha pasado a la tradición culinaria nuestra, es una en la que se hierven huesos de pata de vaca hasta que se deshacen; eso se mezcla con cebolla rehogada y ajo y se pone en una fuente, como si fuera queso. Esa era una comida de negros muy pobres. Por tradición historiográfica se sabe que los negros siempre estaban recogiendo huesos de vaca en los mataderos.

–¿Cuántos son, aproximadamente?

–Aproximadamente, de acuerdo con varios estudios realizados, serían un cuatro por ciento de la población del país, es decir, unos dos millones de personas. Pareciera un disparate, pero ahí hay que tener en cuenta muchas cosas. Cuando nosotros decimos “negro”, en líneas generales, nos estamos refiriendo a algo muy visible: al color de piel. Pero hay que aclarar que no todos los negros son negros. Fíjese en Horacio Salgán, o en Carmen Barbieri. Por eso se usa una categoría más amplia, que es la de afrodescendientes. Nosotros podríamos tranquilamente ser afrodescendientes y no lo sabemos. Los afrodescendientes, para darse cuenta de quiénes son sus pares, no se fijan en la piel sino en el pelo. El pelo enrulado o tipo mota es copyright africano.


El mago

Por Leonardo Moledo
Publicado en Página/12, Contratapa, Lunes 22 de octubre de 2007

El hombre venía precedido de una fama fabulosa y triste. Había actuado en varias ciudades del interior, que debió abandonar por causas que las autoridades no quisieron revelar y que nunca se supieron –el pudor inútil y estúpido de la burocracia provinciana–.
Alquiló en forma temporaria una casa vieja y enorme en las afueras de la ciudad.
Llegó un amanecer. Nadie lo vio transportar bultos ni gente. Durante varios días no franqueó la puerta a nadie, lo cual aumentó –como es lógico suponer– la expectativa de la gente. Decían que ésta era una de sus muchas raras virtudes: saber medir el punto justo, leve y preciso, en que la curiosidad alcanza su clímax. Los pocos que por aquellos días lo vieron pudieron hacerlo a horas desusadas, en que salía –ya muy temprano, mientras apenas se perfilaba la sombra fatídica del amanecer–, para dirigirse a algún almacén abierto a deshora y hacer pedidos que siempre parecían excesivos para la alimentación de él y de su joven ayudante, perdidos entre las telarañas de una casa de cincuenta habitaciones. El rumor de que ocultaba a una mujer misteriosa y mágica –generadora de los trucos inconcebibles que se le atribuían– murió sin ruido apenas apareció.
Pocos niños se atrevieron a atravesar clandestinamente los cercados de ligustro y yuyos para atisbar por las ventanas: sus relatos no fueron creídos, pero se multiplicaron en la imaginación de la gente.
Cuando inicié las tratativas y me senté al fin con él en el amplio salón raído, donde no faltaban las consabidas telarañas que no se había tomado el trabajo de erradicar, como para subrayar su fugacidad, su impermanencia, pensé, o creí pensar, que estaba atrapado en una trampa sin salida, un túnel cuya entrada no había percibido en su momento –el último instante que ofrecía la posibilidad de una salvación concreta–. Pero no había una razón sólida, salvo quizás la telarañas (y hubiera sido demasiado vulgar), los tapizados descoloridos, la inexplicable inmensidad del lugar y el breve rumor sobre la mujer mágica que consumía cantidades pavorosas de comida.
El hombre era afable y plácido. Hablaba con cierta suficiencia irritante sobre las excelencias de su espectáculo, que era, según decía, único en el mundo (cosa efectivamente cierta, como se pudo comprobar más tarde).
–Y hay un secreto que no le explicaré –decía con una sonrisa mientras me mostraba los dobles juegos de cajas, la larga ristra de cadenas, y me señalaba la ubicación de los distintos instrumentos sobre el escenario.
El ayudante, que entró durante una sola vez para servir un café lavado, tenía una mirada ignorante y triste. No pronunció ninguna palabra, como prefabricado a la hechura de un rito que estaría cansado de repetir, y él no pareció darle importancia, al indicarle con un gesto que saliera. Todas las puertas que daban al gran salón estaban herméticamente cerradas.
Tampoco demostró mucho interés sobre los términos financieros del arreglo; parecía moverse en una dimensión levemente distinta del espacio y el tiempo.
Parecía, también, como si estuviera tratando de dilatar las cosas, de no concretar aquello por lo cual había venido. Ante mi insistencia, finalmente cedió con un desgano cuidadosamente estudiado, y fijamos la primera función –que por algunas frases sueltas dejó entrever que sería la única– para tres días más tarde.
Yo me preguntaba qué extraño manejo tendría aquel hombre sobre los ánimos de la gente. El famoso truco mediante el cual el mago seccionaría las piernas de su ayudante, por medio de un impresionante serrucho, era, sin dudarlo, un truco viejo. Yo mismo creía recordar haberlo presenciado en los circos de mi infancia. Sin embargo, el aura de fascinación que rodeaba al mago parecía haber prendido en la gente. Ahora se lo veía. Caminaba por las calles con leve indolencia, seguido por su ayudante taciturno y por los inevitables murmullos que escuchaba, ¿o fingía que escuchaba?, con satisfacción. De vez en cuando se detenía, permitiendo que a su alrededor se formara un corrillo, al que prometía, con una leve sonrisa, un pequeño cambio, una ligera variación, que los haría temblar de horror y de deleite, aprendida de antiguos y fabulosos magos del Oriente.
La función comenzó con viejos y eficaces trucos. Volaron palomas e incontables pañuelos salieron de los bolsillos del mago. Una pelota de madera, manejada por una fuerza invisible, se elevó en el aire y quedó suspendida. Tres hombres maduros de entre el público, hipnotizados por el mago, hicieron sobre el escenario piruetas indignas de su edad, ante la risa y el estupor de la platea. Llegó el final de la función y todo el mundo estaba expectante. Hice descender las luces y se escuchó una música prevista, tremenda y fúnebre.
En medio de un impresionante silencio, el mago introdujo a su ayudante en las cajas misteriosas que me había mostrado. Mientras empuñó el serrucho, nada se oía salvo el silbido de la hoja de metal al cortar la carne.
Cuando el mago extrajo de una de las cajas las dos piernas, calientes y chorreando sangre, y las mostró adelantándose hacia el proscenio, varias personas se desmayaron, se escucharon silbidos y gritos de terror. Varios grupos se precipitaron hacia la salida profiriendo insultos y amenazas. Ordené inmediatamente que bajaran el telón, inclinándome con espanto hacia el desastre que acababa de presenciar, ante el pánico que había impedido ver la segunda parte del truco, la que curaría y remediaría el horror con la sabiduría de los magos de Oriente. Busqué al mago entre los pliegues del telón descendido, en los camarines, pero no pude dar ni con él, ni con su ayudante; sólo pude encontrar un trozo de madera ensangrentada y la hoja del serrucho, a la que le habían saltado algunos dientes.
Corrí hasta el viejo caserón. Atravesé las matas y el ligustro, y empujé la puerta, que cedió.
En el centro del salón, el mago estaba vendando las piernas de su ayudante, que soportaba sin un grito la presión de los hilos de acero con que las sujetaba. Me detuve, contuve el aliento. Al lado estaba. probablemente sonriendo, una mujer inmensamente gorda y mágica. Tal vez tenía un recipiente con agua en las manos.
Se abrieron las innumerables y siempre cerradas puertas que daban al salón, y por ellas salieron reptando, arrastrándose sobre sus muñones, tal vez aún calientes, los antiguos ayudantes del mago, los antiguos artistas, sin piernas y en harapos, la cohorte de mendigos y tullidos que esa misma noche invadiría la ciudad.

miércoles, 22 de julio de 2009

Milonga de Galileo y el taura

Por Leonardo Moledo

Galileo Galilei, nacido en Pisa en 1564, fue uno de los científicos más grandes que existieron. En el año 1609 enfocó el recién inventado telescopio hacia el cielo y descubrió un mundo nuevo, que apoyaba el sistema copernicano. El descubrimiento ejerció un inmenso impacto en el pensamiento astronómico y dio un impulso tremendo al triunfo del sistema copernicano, que arrastró a Galileo a un conflicto con la Iglesia Católica, que terminó con su condena en 1636. Galileo murió en 1642. En 1970 el Papa Juan Pablo II inició la revisión del caso Galileo. En 1995 la iglesia reconoció su error, el Papa pidió perdón por la condena, y Galileo fue reivindicado.


La muy santísima iglesia
reivindició a Galileo
después de trescientos años:
lenteja, asigún yo creo.

Pero muy pocos conocen
la verdadera razón,
y el secreto bien guardado
de tal reivindicación

Sucede que en Buenos Aires
allá en Barracas, que un día
se llamó Santa Lucía,
había un taura aficionado
a estudiar astronomía.

Se sentaba, noche a noche
a orillas del Maldonado
a contemplar las estrellas
y meditaba asombrado.


"Qué taura tan grande fue
Galileo Galilei,
malevo como el que más,
y encima, varón de ley.

¿Cómo se puede admitir
que le hayan hecho un proceso,
en el que casi lo queman
y después lo manden preso?

Y un día como cualquiera
con el facón en la mano,
decidió cambiar las cosas
y viajó hasta el Vaticano.

Se fue derecho a San Pedro
y sin pedirle permiso
se plantó ante el propio Papa
achurando a un guardia suizo.

Y sin besarle el anillo
le dijo: Su Santidá
permitamé que le hable
con entera libertá.

¿Acaso la iglesia cree
que el sol se mueve a través
del cielo, y sigue ignorando,
que es justamente al revés?."

Y dijo el Papa: "Hijo mío,
sabemos bien quién se mueve,
pero arreglar ese enriedo
ahora nadie se atreve.

"Resulta casi imposible
reparar todos los daños
que hizo la Inquisición
hace ya trescientos años."

Y el taura "Usté, como Papa,
tal vez lo pueda decir,
pero yo, como malevo
no lo puedo permitir."


"Arreglarlo", dijo el papa,
"es una complicación,
hay que citar un Concilio,
tal vez una Comisión,

hay seiscientos cardenales
cada cual con su opinión,
¿usted sabe lo que implica
semejante discusión?"

"Mire, Papa", dijo el taura,
"no me importa lo que implica:
al amigo Galileo
usté me lo reivindica."

"Si no, Juan Pablo Segundo,
le voy a ser muy sincero,
me da el pálpito que pronto
habrá un Juan Pablo Tercero."

Contestó el Papa: "hijo mío,
estoy lleno de problemas,
no trates de complicarme
trayéndome nuevos temas.

¿Sabés lo que significa
manejar el Vaticano,
la mafia, la corrupción,
y el crack del Banco Ambrosiano?

Los sacerdotes rebeldes,
cada tanto un atentado,
y afinar el papamóvil
que tiene el motor gastado.

Los curas que se me casan,
el aborto, el forro, el SIDA,
¿por un científico más
me voy a amargar la vida?"

Y el taura: se lo repito,
le juro como malevo
que usté me lo reivindica
o tenemos Papa nuevo.


Al tiempo que esto decía,
revoleaba su facón
en las narices del Papa,
con mucha resolución.

En fin, suspiró Juan Pablo,
cosas que el papado tiene,
¡solucionar un entuerto,
que no me va ni me viene!

Y vista la cercustancia
el Papa salió al balcón
y admitió que Galileo
tuvo toda la razón.

lunes, 20 de julio de 2009

Moonwalkers

Por Leonardo Moledo
Publicado en Página/12, Radar, domingo 19 de junio de 2009

Vi el alunizaje junto a mi abuela, en un televisor obviamente en blanco y negro, en un caserón del barrio de Flores. Ella estaba pasmada: había nacido en 1889, en un pueblo español donde no había luz eléctrica, ni posiblemente agua corriente, ni radio, ni televisores, ni aviones, ni automóviles y ahora, en el curso de una sola vida, la suya, veía la imagen del descenso en la Luna –en tiempo real– transmitida por televisión desde allí. El recuerdo es nítido: sacudía la cabeza e
n un gesto que bien podía significar “no puede ser”, no por incredulidad sino por una frase que estaba implícita en la expresión, y que por alguna razón no se formulaba: “no puede ser que yo esté viendo esto”; no puede ser que esto, indudablemente, esté ocurriendo. Una utopía, un desborde de la imaginación contante y sonante.

Pero ocurría; yo, mientras tanto, me sentía invadido por algo grandioso, una culminación, un éxtasis, un pináculo de la aventura humana, la resolución de una tensión que había empezado allá por 1957 con el bip bip del primer Sputnik, que dejó al mundo literalmente paralizado y mudo de asombro.

Pero, aunque entonces yo no lo sabía, era mucho más que la culminación de la carrera espacial, resuelta, para tristeza de mi familia –nada se sabía, o mejor dicho sí de sabía, pero se negaba cínicamente, del gulag– en favor de los Estados Unidos y no de la Unión Soviética, que había acumulado resonantes éxitos, uno tras otro desde aquel Sputnik primitivo e inicial... Primitivo... Nada menos que el Sputnik... Eso da una idea del correr y el vértigo de los tiempos.

Pero en realidad, era mucho más que eso: la historia había empezado en 1610, cuando Galileo enfocó su telescopio casero –que no competiría con un par de binoculares de juguete de hoy– hacia la Luna, y en vez del dictum aristotélico de la perfección, vio montañas, cráteres y (lo que creyó) mares, es decir, nada de aquel éter metafísico que formaba a los cuerpos celestes, sino un amasijo asqueroso de rocas, polvo y escombros.

Desde ese momento, la suerte estaba echada: así caería hecha trizas la barrera aristotélica que separaba lo sublunar de lo supralunar, y al disolverse la radical diferencia ontológica entre la Tierra y la Luna, al convertirse la Luna en una roca más, como la Tierra, la conclusión era lógica: había que ir allí.

Era el tiempo en que culminaban los grandes viajes que llevaban a todo el globo el progreso y la destrucción; la distancia, entonces, no era sino un obstáculo terrestre que la razón y la técnica superarían; ya se vería cómo.

Mientras tanto, tomaban la delantera los novelistas –empezando por el mismísimo Kepler: el barón de Münchhausen y Rudolf Erich Raspe, Cyrano de Bergerac, Flammmarion, Hans Christian Andersen, Julio Verne–. Ahí estaba el objetivo.

Descenso en la Luna, 1969; todavía se mataba en todas partes, seguía adelante la guerra de Vietnam –que se resolvería pocos años más tarde– y había habido Argelia; hacía sólo 24 años que se habían cerrado las cámaras de gas y menos tiempo aún había pasado desde que se comenzara a desmantelar el gulag stalinista; se había cercado al átomo, se lo había estrujado y dominado, e Hiroshima y Nagasaki habían sido pulverizadas por el fuego de la radiación.

Pero ahora se estaba bajando en la Luna; nada más importaba; la historia se tomaba un respiro, una leve cesura de admiración en su arrastrarse horrendo y de gigante. Los pasos se habían dado con ritmo técnico, con ritmo histórico. No está del todo mal recordarlo: durante años la URSS había llevado la delantera: después del Sputnik, vino el primer astronauta; el 14 de septiembre de 1959, lograron estrellar contra la Luna un aparato de 292 kilos (el Luna 2). Un mes después, la sonda Luna 3 enviaba a la Tierra imágenes de la cara oculta del satélite. El 3 de febrero de 1966 el Luna 9 se posaba suavemente sobre la superficie de la Luna y enviaba las primeras fotos desde allí. Pero los norteamericanos ya habían recuperado un terreno que no perderían: en 1961 el entonces presidente Kennedy se comprometió a poner un hombre en la Luna, iniciando uno de los tres proyectos más caros del siglo (junto al Manhattan, que culminó en la bomba atómica y el Proyecto Genoma Humano). En 1964 lograron hacer impacto (con el Ranger 7), mientras el programa Apolo daba sus primeros pasos. El 2 de junio de 1966, el Surveyor 1 se posaba también en la Luna, en diciembre de 1968 despegó el Apolo 8; fue la primera nave que salió de la Tierra y se colocó en órbita de la Luna con tres personas adentro y el 20 de julio de 1969, con las previstas palabras de Neil Armstrong, los norteamericanos se alzaron con el premio mayor (el verdadero triunfo sobre la URSS en toda la línea se produciría sólo 20 años después).

Pero, bueno, no importaba, en última instancia, quién había ganado, era una Hazaña, así, con mayúscula, sólo igualada –y eso quizás– por la circunnavegación de la Tierra a cargo de Magallanes y Elcano. Era definir –y alcanzar– una frontera y esa frontera era el universo, el Imperio Galáctico prefigurado por Asimov, era un acto desmesurado y básicamente –uno de sus grandes valores– inútil, salvo por la celebración, el orgullo del triunfo y el conocimiento.

Y global, mucho antes de que la palabra globalización se hiciera corriente: aunque los astronautas plantaron una bandera norteamericana y en una acción típicamente hollywoodense se sacaron una foto junto a ella –estoy recordando de memoria–; el triunfo norteamericano incluía, en forma sutil, a la humanidad toda, que se reponía de los espantos de la Segunda Guerra Mundial, aunque las guerras coloniales subsistieran. Y aunque significaba una victoria de los Estados Unidos sobre la URSS en la carrera espacial, paradójicamente, en vez de separar, unía; al fin y al cabo, era efectivamente una carrera y no una guerra.

Era, en cierto modo, el punto más alto de la Ilustración, la última hazaña única, que de una manera u otra representaba a toda la humanidad, en una década que parecía encaminar al mundo en la senda del progreso material (basado en la ilusión del petróleo barato), mientras los países se descolonizaban y la utopía socialista estaba todavía vigente, y había triunfado aun en territorio americano.

Todavía, el ominoso fantasma del neoliberalismo –que sin embargo, subterráneamente ya recorría el mundo– no había comenzado su obra que destruiría –mucho más que fabricaría– esa precaria unidad llamada globalización (porque no une, sino que fragmenta el ilusorio mundo único que pretende en pequeños rencores locales) ni reinaba aún ese destructivo correlato del neoliberalismo que fue la posmodernidad.

Ni existían las PC –los cálculos se habían hecho con gigantescos engendros computacionales, con menor capacidad que una computadora de bolsillo de hoy– y nadie soñaba con el paraíso o el infierno de Internet.

“No puede ser que yo esté viendo esto”, murmuraba mi abuela, y yo: “Si ya hicimos esto, no existe ningún sitio, ninguna utopía a la que no podamos llegar”.

No fue así. Apenas cuatro décadas más tarde, se ve que resultó ser un gran paso para el hombre, pero un pequeño paso para la humanidad.

El corto Cincuenta años en la Luna, de Santilli, se estrenará en el ciclo 40 años en la Luna, ¿o no?, mañana lunes 20 de julio a las 19, en el Centro Rojas, Corrientes 2028. Se incluirá como parte del programa la primera película de los ’50: Viaje a la luna (Destination Moon, Irving Pitchel, 1950). El ciclo continúa los martes 21 y 28 a las 19, el viernes 24 a la medianoche (con los films sobre teorías conspirativas Capricornio Uno, Peter Hyams, 1978, y Algo gracioso pasó camino a la luna, Bart Winfield Sibrel, Alemania, 2001) y el viernes 31 también a la medianoche con una Gala Lunar que incluirá Viaje a la luna (George Meliès, 1902) y material Súper 8mm de consumo familiar con documentales de la década del ’60 sobre la carrera espacial.

Además, en el sitio http://www.historiadelapublicidad.com/ pueden verse recortes, avisos, noticias, láminas y fascículos escolares y no escolares de 1969.

Mañana lunes a las 21 hs., el canal Encuentro emitirá el documental Hacia la Luna. Repeticiones: lunes 20 a la 1 de la madrugada (emisión completa), miércoles 22 a las 23 (primera parte) y miércoles 29, también a las 23 (segunda parte).