miércoles, 13 de enero de 2010

La Dama de la Torre: Capítulo 5

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Al mismo tiempo que el asesinato del famoso lógico Gregorio Klimovsky, la ciudad ha quedado carente de ataudes. Misteriosamente, la única fábrica ha cerrado; nuestro narrador y el Comisario Inspector Díaz Cornejo deciden ir a investigar. Tal vez los dos sucesos tengan que relación, tal vez la respuesta a uno de los misterios se encuentre en el otro, y viceversa. Tal vez...

CAPITULO 5

La calle de los funebreros también se repetía, como diseñada por un urbanista loco. Creímos pasar dos veces por el mismo sitio sin darnos cuenta, y esta reiteración, completamente innecesaria, nos llenó de inquietud.

Casas bajas e idénticas se acumulaban, con zaguanes profundos y puertas enrejadas. Sentadas en los umbrales, unas mujeres gordas se abanicaban con pantallas de papel. En las veredas algunos hombres se movían dudosamente, sonámbulos, como si les faltara materia resistente, algo que les diera dureza y mantuviera erecto el esqueleto. Las dentaduras estaban carcomidas y torpemente arregladas. El plomo asomaba aquí y allá. Cada tanto, una amalgama desprendida dejaba al descubierto inmensas cavernas dentales. Eran caries geológicas, capaces de nutrirse del alimento escamoteado a los cuerpos. Eran seres comidos por sus propios dientes, un anticipo sutil pero moderado de la antropofagia. En todos los ojos flotaba la nostalgia de un pasado poblado de ataúdes. Pasamos sin mirarlos, pero ellos nos miraban. Usaban largos bastones rematados en cruces fúnebres y eran idénticos en todo.

Mostraban interés por nosotros, como un pueblo primitivo que se acerca a adorar al explorador que piensa someterlos. Cuando nosotros caminábamos, trotaban detrás nuestro. Si nos deteníamos, ellos se detenían también.

El Comisario Inspector eligió uno al azar y empezó a interrogarlo. El ritmo con que se apantallaban las matronas disminuyó hasta extinguirse de a poco. De todas maneras, era innecesario, ya que no hacía calor. Dijo llamarse Avelino Andrade, y lo decía en serio, porque hasta su propio nombre parecía atormentarlo: era sólo una nomenclatura, es cierto, pero cargada de implicaciones peligrosas. Hacía ya dos meses que estaban sin trabajo. La fábrica había cerrado repentinamente y ellos sólo subsistían de sombras.

- ¿Por qué se cerró la fábrica?
- No lo sabemos- dijo Avelino Andrade-. Aunque tenemos nuestra teoría- Pero no nos explicó la teoría. Los bastones se movían al compás de las sílabas, creando una terrible armonía de toc tocs-. Y desde entonces, estamos sin trabajo.

- ¿Y el sindicato qué dice?

- ¿El sindicato? No dice nada. La CGT se ha burocratizado hasta un extremo tal que ni siquiera creo que se hayan enterado.

- ¿Y ustedes tampoco hicieron nada? - pregunté. El silencio que siguió fue repentino.

- ¿No hicieron nada? - volví a preguntar. La sola pregunta sonaba amenazadora. Los obreros se dispersaron. Las matronas entraron en los zaguanes profundos. Frente a nosotros, solo y temblando, Avelino Andrade parecía un sobreviviente.

- Sí -dijo al fin-. Formamos un sindicato combativo. Yo lo presido.

- ¡Un sindicato combativo!- sonaba anacrónico.

- SCOF: Sindicato Combativo de Obreros Funerarios. Estamos haciendo gestiones para depender de la Séptima Internacional.

- No sabía que habían llegado a la séptima.
- Hay muchas más de las que usted se imagina -dijo Avelino Andrade. Su voz estaba llena de bajos profundos, pero en el fondo se percibía un chirrido espasmódico y molesto- Nuestro sindicato terminará por destruir la burocracia sindical.
- A la policía le encantan los sindicatos combativos - intervino el Comisario Inspector-. Nos garantizan que no tendremos desocupación.

-  ¿Y qué piensan hacer?

- Un plan de lucha.

- ¿Hasta el final?

- Hasta el final- Obviamente: ¿qué mejor para un sindicato fúnebre que llegar hasta el final? Sin embargo, aunque Avelino Andrade trataba de transmitirnos el misterio de la Revolución, sólo destilaba un jugo residual, una sustancia totalmente volátil, que no alcanzaba espesor verdadero, y que por lo tanto, no convencía. Podía ser o no ser un plan de lucha, pero parecía de juguete.

- ¿Y ya lo comenzaron?

- Estamos buscando un slogan para poder empezar - dijo el presidente -. Tenemos dificultades con el slogan, como usted se imaginará. "Los ataúdes para quienes los trabajan" nos pareció que podía ahuyentar a la gente. "Un ataúd para cada uno" tampoco nos convence del todo. Sugiere demasiado explícitamente la represión.

- "La muerte para todos"- aventuré.

- Sospecho que ese slogan no va a atraer mucho a las masas -dijo el Comisario Inspector -. ¿Por qué no dejan que los slogans los fabrique la policía, como lo hizo siempre ? - Avelino Andrade empezó a decir algo en voz baja, pero no le entendíamos nada. Empezaba a utilizar el lenguaje de la clandestinidad, y en su boca cariada ya crecía un código secreto, como un animal minúsculo.

- Me gustaría ver la fábrica - dijo el Comisario Inspector- ¿Nos acompaña?

El presidente del SCOF miró alrededor, buscando perdón o complicidad, pero alrededor no había nada. Un relámpago de desconfianza cruzó los ojos y se apagó sólo a medias. -No les va a servir de nada - dijo al fin.

-  ¿Por qué? - Miramos hacia la mole rígida, al final de la calle. Más que una fábrica, parecía un esquema.

- Miren - explicó el sindicalista combativo -  al revés de lo que piensa todo el mundo, la fabricación de ataúdes es un proceso complicado. La madera se prepara de una manera sutil, como una ciencia exacta. Primero se la pule, en bruto, hasta que la viruta sale de un blanco lechoso. Luego se le inyectan resinas especiales. Después las lustradoras, bueno, pueden imaginarse lo que hacen. Y entonces, recién entonces, cuando parece que todo esta listo, pero en realidad no lo está, la madera entra en las electrodisipadoras, que son la cúspide y la clave del arte funerario. Sin las electrodisipadoras, no se puede hacer nada.

- ¿Cualquier madera sirve?

-  Las maderas son muchas  - dijo Avelino Andrade como al azar-.  Pero no todas toleran semejante uso. El pinus ellitis, por ejemplo, es común, pero las coníferas de fibra muy larga terminan combándose con los años. Son bienvenidos el eucalipto y el viraró, el guatambú a medias, y muchas veces se emplea también, aunque es rarísimo, la fibra y la nervadura de magnolia.

-  ¿Y el sándalo?

- A veces - dijo Avelino Andrade - Pero el perfume puede molestar al cadáver. La madera más usada es el chilenel.

- ¿El cierre de la fábrica no se deberá a un exceso de automatización?- pregunté.

- La automatización no cierra las fábricas - dijo el Comisario Inspector-. Simplemente elimina a los obreros.

- Tiene razón - dije -. Obviamente, tampoco puede atribuirse a una brusca caída de la demanda. El mercado de ataúdes debe ser lo más estable del mundo.

-  Salvo en pocas de represión despiadada -  acotó el Comisario Inspector -.  En esas ocasiones, la demanda suele subir.

- No lo crea. En esas ocasiones, la gente suele ser enterrada sin ataúd por el simple expediente de tirarla al río.

- Es verdad. Lo que pasa es que uno tiene una visión muy romántica de la represión.

- La fábrica cerró porque las electrodisipadoras... - dijo Avelino Andrade, vacilando ante la idea de revelarnos la verdad.

- ¿Las electrodisipadoras qué ?

- Desaparecieron.

Traté de imaginarme todas aquellas máquinas: las lustradoras, las sierras, los precisos tornos, los exquisitos aparatos que preparaban la madera para el dulce contacto de los cadáveres, las tenues maquinitas, que daban a las tablas funerarias el lustre de la inmortalidad, la falsedad del espejo, para que en ellas se reflejen los deudos durante los larguísimos velorios, las primorosas pinceladoras, que pintaban de oro y grana las ventanitas que se colocan en los cajones para tener atisbos de la sonrisa de los muertos. - ¿Y las electrodisipadoras qué hacen? - pregunté.

- Ah - dijo Avelino Andrade- Las electrodisipadoras son la clave de todo.

- Pero ¿qué hacen?

Y en ese preciso momento empezó a sonar la chicharra del radio llamado del Comisario Inspector, que se llevó el aparato al oído y estuvo escuchando el mensaje confuso de la tecnología, plagado de interferencias que sonaban a espanto en la calle vacía.

- El Jefe de Policía -dijo el Comisario Inspector con resignación-. Mataron a otro lógico. Esta vez en la Facultad de Ciencias Exactas. Vamos para allá.

Nos fuimos, casi derrotados. Todo el barrio osciló en una misma frecuencia de alivio: fue un sacudón unánime y seco. Nos imaginamos a los niños encerrados en cuartuchos, o en armarios, y a las matronas abanicándose en enormes dormitorios de madera de ataúd.

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