viernes, 26 de febrero de 2010

Club del chiste

Envíennos sus chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com



Un señor va a una biblioteca. Entra, camina hasta el mostrador y, muy orgulloso, le pregunta a la bibliotecaria: -Disculpe, ¿me puede decir dónde se encuentra el libro llamado "El hombre, el ser más perfecto sobre la tierra"?
Sin siquiera mirarlo, ella contesta: Lo lamento, pero acá no tenemos libros de ciencia-ficción.

miércoles, 24 de febrero de 2010

La Dama de la Torre: Capítulo 11

>>Ir al capítulo 10

Poco revelador, el decano Simón de Indias nos ha enterado de su mejor cliente: el embajador de Inglaterra ¿Por qué alguien querría una electrodisipadora como antigüedad? Un misterio, sólo porque es una antigüedad. Pero, ¿y los muertos?¿Y los ataúdes para los muertos por venir?¿Acaso la gente no sigue muriendo y la fabrica produciendo ataúdes? Sí, la gente muere y, en esta novela, sobre todo mueren aquellos que se declaran amantes de la Lógica. Una más, una muerte más, una mujer, una lógica, un punto más para el misterio.


CAPITULO 11


En las entrañas mismas del Departamento de Policía, el despacho estaba decorado en el estilo personal del Comisario Inspector. Cortinajes un tanto gruesos caían sobre las vitrinas dactiloscópicas y los frascos de polvo buscahuellas. Encantadoras marquesitas de cerámica se columpiaban en las paredes, entre lupas y aparatos de tortura. Sobre un piano de cola de tamaño mediano, prolijamente lustrado, flotaban, más que se erguían, copas y distintivos triunfales, frutos y testimonios de toda una vida de lucha contra el crimen organizado. Ambiguos ceniceros de factura bordelesa se balanceaban crudamente en los apoyabrazos de un sillón de la escuela de Paris. El eclecticismo lo invadía todo. Un solemne sillón Luis XV, que el Comisario Inspector retapizaba a menudo, haciéndolo oscilar hasta el gótico tardío, ocupaba, en el centro de la estancia, un espacio desmesurado. En la chimenea, ardía un fuego accesible y acogedor, que subrayaba la poca importancia del verano.

-El señor es el Presidente de la Camara de Fabricantes de Ataúdes-dijo, mirando al hombre que cetrino y pálido a su lado, no hacía más que asumir en lo posible su papel. La pesadumbre parecía ser en él una segunda naturaleza, que lo hubiera invadido en alguna época pretérita, y su expresión, a medias entre la vida y el sueño eterno, evocaba lirones centenarios, bosques de adormidera, planicies pobladas de amapolas, a pesar de lo cual a los ojos asomaba un fondo de penetrante maldad, como un basamento oscuro. ¿Cómo no pensar en Sir Antony Parsons, el amante vil de la Dama de la Torre en la Plataforma de Elsinore?

- Dado que los obreros se organizaron en un sindicato combativo -me explicó el Comisario Inspector-, el señor presentó una denuncia enérgica que fue inmediatamente atendida. No por la denuncia, que es una cosa que hoy ya no le importa a nadie, sino por la energía, que como usted sabe, mantiene una equivalencia precisa, einsteineana con la materia.- El traficante de ataúdes no encajaba para nada con la palabra energía. Parecía moverse con el calor que obtenía de la chimenea.

-Por eso - continuó el Comisario Inspector el Jefe de Policía-, exigió una reunión conjunta entre el señor, los representantes obreros, nosotros dos, y por supuesto, con el mediador natural en este tipo de problemas: el embajador de Inglaterra .

-Casi me cruzo con él -dije-. Estaba por llegar a la casa del Decano de Anticuarios cuando yo salía. Es su principal cliente.

-Me lo imaginaba -dijo el Comisario Inspector -. Aunque parezca mentira,nosotros también tenemos nuestros informes confidenciales, aún de los miembros del cuerpo diplomático, y pese a su extraterritorialidad.

- ¿Y los lógicos? - pregunté

- No van a estar representados - dijo Sir Anthony Parsons, el Presidente de la Cámara de Fabricantes de Ataúdes.

-Sin embargo, deberían estarlo -objeté.

-Deje que yo me ocupe de esto - dijo el Comisario Inspector-. Voy a tratar de convencer al Jefe de Policía, aunque él, como usted bien sabe, quiere mantener las cosas absolutamente separadas. Quedamos entonces para mañana a las cinco en la embajada de Inglaterra.

Sir Antony Parsons se levantó se calentó un rato junto al fuego de la chimenea y se fue.

-Heme aquí convertido en diplomático dijo el Comisario Inspector. - La diplomacia es una ciencia que nunca me ha gustado. Se alimenta de lo banal.

- Cuénteme de la nueva víctima

-Una lógica, como le dije. Creo también haberle dicho que esta vez optaron por el descuartizamiento. En la comunidad lógica cundió el pánico.

-No me soprende en absoluto.

-Claro que no. Alrededor de veinte lógicos se vinieron al Departamento de Policía para renovar el pasaporte y abandonar el país. Por supuesto mi consejo fue que no se los renovaran. Un par de lógicos se refugió en la Embajada de Inglaterra - el Comisario Inspector bajó la voz. De alguna manera, el embajador inglés había conseguido ubicarse en el centro de la trama. Era reconfortante, pero también era inexplicable.

- Y ¿qué se va a discutir mañana entre patrones y empleados funerarios?

-No lo sé; y tampoco me preocupa mucho el contenido de las discusiones. el teléfono interno empezó a sonar. El Comisario Inspector levantó el tubo y estuvo unos minutos hablando en voz baja.

-El Jefe de Policía.- me dijo Sigue llamando cada cinco minutos. Está obsesionado con este asunto.

- ¿Con el de los ataúdes o el de los lógicos?

- Con ambos. Parece que le atañen especialmente. Mejor dicho me lo dijo así : me atañen especialmente.

- Esta lógica muerta también era integrante de SOLOG ?

- También.

- Y ¿no será simplemente un ataque contra SOLOG, algun maniático que quiere destruirla?

- ¿Chi lo sa? La lógica siempre fue algo muy confuso.

Salíamos del Departamento de Policía y nos cruzamos con una caravana de entierros encadenados. Conté hasta diez coches fúnebres, algunos de ellos vacíos.


-Los entierros parecen multiplicarse- dije - Como si la falta de ataúdes incentivara la muerte.

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lunes, 22 de febrero de 2010

Navajas de Ockham


Dos malevos se enfrentan en una esquina cualquiera. Sacan sus navajas para eliminar al contrincante, al que juzgan (con apresuramiento) innecesario. No saben (y presumiblemente no les importaría saberlo) que están utilizando una herramienta inventada por uno de los más grandes pensadores europeos.
Tampoco saben (ni piensan) que el personaje central de El nombre de la rosa, todavía no publicada, se llama Guillermo de Baskerville, en homenaje a Guillermo de Ockham, ni que la popularidad de este último y su aparición en las conversaciones de los ascensores, los trenes, las multitudes en las plazas, se debe al famoso utensilio que concibió, la “navaja de Ockham” –expresión feliz que en realidad no fue acuñada por él sino por sus seguidores, Jean Buridan (1295-1358) y Nicolás de Oresme (1323-1382)–, y que muchas veces es esgrimida en los duelos intelectuales cuando se llega al punto en que los felices adversarios quieren ver correr la sangre.
Ni deben saber, mientras luchan, que además de inventar su navaja (en rigor, lo que él enunció fue que “no se debe multiplicar de manera innecesaria el número de los entes”; y que cuando estamos ante dos teorías igualmente explicativas, se debe elegir la más simple), Guillermo de Ockham fue el pensador más importante del siglo XIV europeo, el que de alguna manera anuncia el final de la escolástica medieval y el que establece un nexo (temprano, por cierto) con lo que será la nueva ciencia que representará Galileo, doscientos cincuenta años más tarde.

Ignoran (mientras buscan el flanco débil del adversario) que, como su nombre lo indica, había nacido en la aldea de Ockham, a unos 30 kilómetros de Londres, alrededor de 1380, ingresó en la orden franciscana y realizó sus estudios en Oxford (donde funcionaba, dicho sea de paso, una escuela que investigó y encontró grandes novedades en física, en especial cinemática, que contradecían fuertemente al aristotelismo reinante); escribe algunas de sus obras y en 1324 es llamado a Aviñón (entonces residencia de la corte papal) por el papa Juan XXII (1244-1334), para responder a una acusación de herejía; en 1328, cuando la cosa se pone espesa, y los problemas teológicos se complican con los políticos, puesto que toma “la opción por los pobres” de los orígenes del franciscanismo y, en contra del despilfarro y la riqueza de la corte papal, se escapa y se refugia en Pisa bajo la protección de Luis VI de Baviera, a quien sigue después a Munich, donde muere en 1349 durante una epidemia de cólera.
Ni siquiera sospechan (y si lo sospecharan, ¿se detendrían?) que el pensamiento medieval se arrastró en medio del debate y el difícil problema de conciliar la razón y la fe. Mientras que algunos pensadores optaban por la fe lisa y llana, y negaban la posibilidad de la razón o la subordinaban lisa y llanamente a la teología y a la revelación, a partir del siglo XII, con la reintroducción del aristotelismo, se produce un esfuerzo marcado por encontrar entre ambas una articulación aceptable tanto para la teología y el catolicismo papal omnipresente como para la “ciencia según Aristóteles”, que pretende llegar a la verdad a través de la observación y el razonamiento: será Tomás de Aquino (1225-1274) quien en principio encuentra un razonable ensamble entre ambas (en su Summa Theologica) y le da finalmente al aristotelismo patente de ciudadano en la ciudad de dios pretendida por la Iglesia (ciudad a la que el correr de los tiempos iba convirtiendo cada vez más en ciudad terrena).
Y que Ockham toma una postura radicalmente diferente y opuesta a la de Tomás de Aquino: si éste había trabajosamente ordenado y jerarquizado las “verdades de fe” y las “verdades de razón”, para nuestro buen Guillermo no existe ni puede haber ninguna articulación entre ellas: la razón y la fe no tienen nada que ver, la teología y la filosofía (o la ciencia) se ocupan de cosas distintas, por caminos distintos y no pueden prestarse ningún apoyo mutuo (una separación que en su momento marcará claramente Galileo).
Pero que además, y a pesar de venerar a Aristóteles, rompe con el aristotelismo, negando la posibilidad de conocimiento universal: todo conocimiento se deduce de la experiencia con los objetos individuales, que luego puede o no plasmarse en ideas generales que no tienen existencia real (como lo hubiera sostenido Platón, y parcialmente Aristóteles) sino como, dicho de manera moderna, formas puras del entendimiento, y que están en el pensamiento, pero no en el mundo. Es decir, establece un fuerte sentido experimental, que cuajará a través de Jean Buridan en la teoría del impetus, una descripción del movimiento que desbanca el temible y ya estrecho corset aristotélico, y que será la inspiración del joven Galileo para avanzar hacia la ley de caída de los cuerpos.
No les preocuparía saber que esto fue en relación con las disciplinas científicas, o la filosofía natural, pero que en teoría política, además de la ya relatada opción por la pobreza, proclama un dualismo parecido entre poder temporal (el emperador) y espiritual (el Papa); ambos no tienen nada que ver, y ninguno de los dos está sometido al otro; nudo de la lucha política en los siglos medievales; el Papa, por su parte, no es sino un príncipe de la Iglesia, es falible como cualquiera, y no es el árbitro de la verdad (que reside, para Ockham, en la Iglesia, en todo caso); los príncipes temporales, por su parte, se ocupan de las cuestiones civiles sin tener que rendir ningún tipo de pleitesía al Papa: no es extraño que tuviera que escaparse de Aviñón; en sus últimos escritos, reclamó la separación de la Iglesia y el Estado, avanzó singularmente hacia la tolerancia y la libertad de pensamiento (“fuera de la teología, cada uno debería ser libre de decir lo que le parezca y le plazca”), valores que ya prenuncian el Renacimiento, para el cual todavía falta un siglo. Y mucho más, que, como suele decirse, excede lo que se puede decir aquí.
Los malevos siguen su lucha, sin pensar que nuestro amigo Guillermo fue un pensador múltiple y feraz, que enfocó los principales problemas de su época y los resolvió en el sentido en que marcaba la historia (y rompiendo cierto inmovilismo medieval), que se de-sembarazó (y desembarazó al pensamiento) de la pesada carga del dilema razón-fe, que adivinó la tolerancia y el pensamiento libre.
Los malevos continúan su danza de navajas; fatalmente, una de ellas se hundirá en el cuerpo del otro; habrá un vencedor, un vencido, y un hilo de sangre que corre por la vereda, tributario de una cuestión de fe. Ninguno de los dos fue capaz de someterse a la dulce tiranía de lo razonable.

viernes, 19 de febrero de 2010

Club del chiste

Agradecemos a "Viejex" por el chiste enviado. Les recordamos a todos que pueden enviarnos sus chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com



Estaba Jesús hablando a sus discípulos, y les decía:
-...y en verdad os digo, en verdad os digo que y es igual a x al cuadrado.
Los discípulos se miraron extrañados hasta que uno alzó su voz:
-Rabí, no entendemos
Y Jesús respondió
- Es que es una parábola.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La Dama de la Torre: Capítulo 10


En busca de la verdad sobre los anticuarios y los funestos robos a las funerarias que fenecen por la ausencia de trabajo -aunque los muertos abunden-, nuestro heroico narrador se interna en el circuito cerrado, en las profundidades de la logia, en el mismísimo estómago de la sociedad de anticuarios y parte a encontrarse con el Decano Simón de Indias, jefe de los jefes, temerario coleccionista de objetos inútiles.



CAPITULO 10

Era una antigua casa de Palermo, de aquellas edificadas hace cincuenta años y que pasaron por múltiples estadios: habitáculo de familia acomodada, luego pensión o conventillo. El progreso la había apretado entre un café concert y un jardín de infantes ducho en las artes de la moderna pedagogía piagetiana. Del interior del café concert venía el sonido de una guitarra eléctrica. Una voz joven cantaba en inglés, desafinando ligeramente. La melodía se interrumpió de pronto. Hubo un intercambio de frases que no alcancé a oír, y luego recomenzó el ensayo. En el jardín de infantes un niño y una niña pequeñísimos trataban de ordenar complejas formas geométricas. De pronto, la niña se apartó y fue a buscar una muñeca, que estaba en un rincón. La maestra, una rubia interesante de no más de veinte años, se acercó, le quitó la muñeca con ternura y le ordenó volver a los cubos. El niño la estaba esperando, y juntos recomenzaron la tarea. La niñita parecía ligeramente infeliz.

La edad de los anticuarios aumentaba a medida que me adentraba en su mundo y comenzaba a entrever las formas más poderosas y generales de la profesión: Simon de Indias era un hombrecito ya entrado en años, calvo y bonachón. Me ofreció simultánea y contradictoriamente café y yogurt. Opté por lo primero: el yogurt ha perdido el gusto ancestral de lo biológico, acre, de la leche cuajada, el sonido ronco de establos pretéritos. Ahora es simplemente un subproducto de sabor industrial, de la locura de la producción masiva. Simón de Indias sirvió el café en pequeñas tazas de porcelana,seguramente resto de una fortuna inmensa, que alguna vez había estado hundida como una garra en las entrañas del cuerpo social.

-El vicedecano me habló hace algunos minutos diciéndome que usted vendría -dijo Simón de Indias - pero el vicedecano es demasiado teórico. Me explicó los motivos de su vista de una manera tal que no entendí nada. Debo confesarle que este desajuste es causa de no pocas rencillas.

-Quería pedir información sobre unas máquinas fúnebres

-¿Qué tipo de información?

-La procedencia.

-Ah. Sólo eso -suspiró como aliviado de un peso enorme-. Es difícil discriminar la procedencia de esos aparatos. Ultimamente las nuevas máquinas han completado nuestro stock hasta extremos inimaginables. Si he de serle sincero, creo que toda la industria de las antigüedades está por cambiar y me temo que los anticuarios terminemos por ser convertidos en los árbitros del sistema económico. Ya muchas fábricas separan automáticamente una parte de su producción y nos la envían y así es como estamos en posesión de las máquinas y de los productos industriales más modernos. Y nosotros los vendemos como antigüedades.

-¿Pero por qué máquinas que fabrican ataúdes?

-Porque cada vez que una fábrica se desmantela, toda su colección de máquinas pasa a nosotros. O aunque la fábrica simplemente se modernice. En ese sentido, los industriales razonan con total honestidad: si cambiamos las máquinas porque son antiguas, luego deben pasar a los anticuarios.

-De acuerdo - dije - ¿Y fue así como llego a sus manos la electrodisipadora?
-Recuerdo haberla tenido. Era una máquina absolutamente increíble.

-¿ Por qué?

-No puedo explicárselo. Pero realmente era increíble. Como es increíble que una máquina de semejantes características se use para fabricar algo tan pequeño tan inútil, y en última instancia tan ridículo como un ataúd.

-¿Y quién provee a los anticuarios de electrodisipadoras?

-Los mismos que proveen a los anticuarios de todas las otras cosas. Otros anticuarios.

-Pero es lógicamente inconsistente -protesté -. En algún lugar debe comenzar la cadena. Es forzoso que sea así.

-Tal vez dijo Simón de Indias destapando un nuevo frasco de yogurt. Yo no puedo saberlo, ya que me he movido siempre en el círculo reducidísimo de mi profesión. Entre nosotros nos entendemos, y entoces, ¿para qué más? Si hoy la gente no sabe reconocer las antigüedades: creen que tal propiedad es sólo el producto de la acumulación más o menos al azar de los años transcurridos. Ignoran la peculiar condición que hace de un objeto una antigüedad desde el mismo momento de su nacimiento, ya sea como producto de la artesanía, de la revolución industrial, o de las fauces de una de esas máquinas que usted anda buscando.

-¿Faltan ataúdes, sabe?- tanteé.

-Claro que lo sé. Un Decano de Anticuarios debe estar al tanto de las cosas, aunque las cosas no siempre están a la altura de un Decano de Anticuarios. Pero no se preocupe. Los ataúdes nunca fueron antigüedades. Tal vez sea por eso que faltan. -Simón de Indias llegaba al final de su yogurt como quien llega al final de algo definitivo. -No creo que pueda serle de utilidad.

-Pero no puede ser -protesté-. Si usted no me ayuda ya no puedo hacer nada. Si usted, que es el Decano de Anticuarios, la máxima autoridad....

-Yo no soy la máxima autoridad -dijo Simón de Indias solemnemente -Hay alguien por encima de todos nosotros levantó sus ojos al techo. Yo también levanté mis ojos al techo. Era completamente convencional.

-¿ Todavía alguien más? Quién?

-El Anticuario Mayor -dijo Simón de Indias-. Toda la cadena de decanos y vicedecanos y vendedores no es más que pura ficción, mero artificio, vanidad. El verdadero poder, en el sentido de Tolkien,Wittgenstein y Ecco, está en las manos temibles, delgadísimas y rara vez visibles del Anticuario Mayor .

Me quedé masticando las palabras. -¿Y podré conseguir una entrevista con él?

-Me temo que es muy difícil. Como usted sabe las verdaderas fuentes del poder son en general inaccesibles.

-¿Pero usted no puede orientarme?

-Como poder, puedo. Lo que hay que ver es si lo considero conveniente.

-¿Y lo considera conveniente? -rogué

-No- dijo Simón de Indias-. Si he de serle franco, no. En absoluto. Usted es joven,ambicioso, temerario, aventurero, mezquino, ávido de gloria, falto de escrúpulos.

-No creo merecer tanto - interrumpí ofendido. Simón de Indias me insultaba sin motivo alguno. - Es cierto que a lo sumo puedo ser en ocasiones irresponsable.

-No hay combinación más peligrosa que la irresponsabilidad y el poder-dijo el Decano-.Y dicho sea de paso, me temo que esta entrevista acaba de terminar. Estoy esperando a mi mejor cliente y quiero recibirlo como es debido.

- ¿Y quién es su mejor cliente?

-El embajador de Inglaterra -dijo el Decano como si se tratara de algo obvio-. Lo ha sido siempre.

En ese momento sonó un telefono bastante estropeado, que parecía haber envejecido sobre una mesita. El Decano atendió con una sorprendente agilidad.

-¿Es usted Roque San Román?- me preguntó

-Sí -contesté sorprendido

-Entonces, lo buscan a usted.

Levanté el tubo y escuché la voz jovial del Comisario Inspector -¿Vió como pude ubicarlo?-dijo- Yo también tengo mi gestapo particular. Hay varias noticias.

-¿Qué noticias?

-Primero: asesinaron un tercer lógico. Una lógica, en realidad. El detalle notable es que esta vez optaron por el descuartizamiento.

-¿Y segundo?

-El Jefe de Policía está enloquecido y quiere que tengamos una reunión urgente con el embajador inglés . Parece que hay diversos problemas técnicos que tenemos que dilucidar con él. Le ruego que se venga enseguida a mi oficina.

Me despedí apresuradamente. Por más que nos esforzaramos, por más que jugáramos con el tiempo, por más que remontaramos la cadena de anticuarios, eslabón por eslabón hasta la cúspide del poder, la realidad se nos adelantaba. Indefectiblemente, marchaba unos metros adelante nuestro. El Decano, con la expresión comprensiva de quien lo sabe casi todo, vió mi partida con un suspiro de alivio.



viernes, 12 de febrero de 2010

Club del chiste

No olviden que pueden ( y deben!) enviarnos chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com



La razon por la que Dios pudo crear el universo en seis dias es que no tuvo que preocuparse de hacerlo compatible con la version anterior.





jueves, 11 de febrero de 2010

La Dama de la Torre: Capítulo 9



La Muerte está inquieta en la ciudad. La desaparición de las electrodisipadoras asestó un golpe casi fatal al mercado de las funerarias, los cadaveres no encuentran su lugar en el mundo y, para colmo, siguen muriendo lógicos. La Muerte se ríe a carcajadas en la ciudad y Lady Chevesley, desde su castillo, desde su escondite en la Torre, lo sabe o lo presiente. Qué Dios detrás de Dios mueve a los personajes de esta novela.





CAPITULO 9



Como un péndulo atroz, los subterráneos oscilan desde el centro a la Chacarita, desde la Chacarita a la zona bancaria, y luego otra vez. ¿Y seguiré toda la vida recorriendo estas mismas calles, esta ciudad que de tanto repetirla me resulta hedionda, aborrecible? Siempre seguiré por esos caminos trillados, esas avenidas, que ni se superponen ni se cruzan? ¿Por esta ciudad de clase media, a caballo de la sociedad de masas? ¿Y seguiré siempre mirando las mismas estaciones de subte, que parecen fijadas en el tiempo, como si el fondo de la tierra todo fluyera distintamente? Debo buscar mis pistas en una esquina de la Paternal, tras las señas dispersas que me dió el anticuario joven. Es una esquina standard, un lugar sin divisas ni señales, un estado común y neutro de la evolución barrial. Permanente crucifixión impuesta a los que han caído en estas redes, estas lides. Señores de bigote que se inclinan genuflexamente ante cualquiera que venga del centro, con el aura de poder que otorgan la city y las moles aburridas y pesadas de los ministerios. Ferias internas donde siempre deslumbra la proliferación vegetal.



La casa del Vicedecano de Anticuarios estaba aprisionada entre dos profundas tiendas de ropa. Los trajes se alineaban en las perchas como espías recién ejecutados.



El Vicedecano de Anticuarios Jauretche Saint-Simon,de mediana edad,me recibió en la terraza-balcón de su departamento, hiperpoblado de aparatos de confort. Estaba sentado en una reposera,leyendo La Dama de la Torre en alemán : el título era escalofriante :" Die GLOCKENKIRCHSTURMDAME ". La terraza daba directamente sobre una calle semidesierta, donde dos barras enfrentadas de muchachos se arrojaban piedras sin piedad.



- Podré ayudarlo?- me preguntó.Era un hombre amargado por la vida y, eventualmente,una desgracia familiar :algún antepasado alcohólico o paralítico continuaba presionando una memoria demasiado estable. Andaría rondando los cuarenta y cinco, y tenía todo el aspecto de la clase media convencida de sí misma.



Lo primero que hice fue decirle que me enviaba el Anticuario Joven,de San Telmo.



-Ah dijo Jauretche Saint-Simon con cierto matiz de angustia. - Otra vez. Siempre lo mismo. Cada vez que aparece alguien, lo manda para aquí. Pero no se preocupe. Recibirá su castigo,igual que la última vez.



-Yo no me preocupo dije. Lo que me sorprende es la complejidad del mundo de las antigüedades.



-Es que las antigüedades son el producto por excelencia -dijo el Vicedecano ya que escapan por completo a la cadena productiva. Son la paradoja de la mercancía, ya que al ser consumidas aumentan su valor agregado. En rigor de verdad, las antigüedades no pueden consumirse, solo pueden hacerse más antiguas. Mientras usted cree que está utilizando el viejo jarrón que adorna un rincón de su casa, el jarrón se torna más valioso, para que sus hijos o sus nietos lo vendan alguna vez, ganando en rentabilidad.



- Pero siempre hay demanda de antigüedades?-pregunté



- No solo hay demanda,sino que siempre es idéntica a la oferta dijo Jauretche Saint-Simon En realidad, es la una la que define a la otra, la que le confiere realidad. Le diré más :los anticuarios preferimos la fugacidad. Por lo tanto, nunca permanecemos mucho tiempo en posesión de un mismo objeto.



- Y tienen a quién vendérselo?



-Nos lo vendemos entre nosotros mismos. Además, las antigüedades tienen la propiedad de que convierten a su poseedor en anticuario, de donde se deduce fácilmente la propiedad general que rige la teoría : una antigüedad sólo pasa de las manos de un anticuario a las de otro anticuario. Usted va a observar, si recorre las tiendas especializadas, que aunque nadie entre a comprar nada, los objetos cambian, de un negocio a otro, de esta vidriera a la de dos cuadras más allá. Nosotros tenemos como nadie la conciencia inmediata del tiempo que pasa, mientras todas estas lámparas, escritorios y orinales acrecientan su valor. Una antigüedad es lo contrario de un reloj, lo opuesto a un castillo de arena, la antítesis misma de la dialéctica histórica, la negación total y rotunda de la biología. Son lo contrario de las mercancías, que tienen que abrirse paso duramente a través de la maraña del mercado. Las antigüedades son precisas y no mienten.



- Pero usted a quién le compra?



-No lo sé.Mi proveedor es ubicuo. En el tiempo, claro está, ya que en el espacio la ubicación física de los objetos no tiene la menor importancia cuando se trata de antigüedades. A veces llega a altas horas de la noche, a veces cuando la madrugada se asoma recién y yo estoy durmiendo. A veces es una mujer oculta tras un velo, pero en la mayoría de los casos se llama Simón de Indias y es el mismísimo Decano de Anticuarios de Buenos Aires.



-Y dónde podría ubicarlo? -, pregunté, mientras el anticuario me mostraba un órgano electrónico, con computadora anexa, capaz de producir música aleatoria.



-Sólo el azar vence al tiempo, - Jauretche Saint-Simon pareció no escuchar mi pregunta -pero las antigüedades vencen al azar. El azar se desgasta con el tiempo. La entropía aumenta, se imponen las leyes de los grandes números, y todo se encamina, lenta, pero firmemente, hacia su extinción térmica : a mí no me convencen para nada las teorías del universo oscilante. Y a usted? Usted sabe, esas predicciones que dicen que se expande, se contrae, se vuelve a expandir y todo empieza de nuevo.



Repetí la pregunta Dónde puedo encontrar a Simón de Indias?



-Encontrarlo a él es fácil dijo Jauretche Saint-Simon ya que vive aquí cerca, en Palermo Viejo. Lo difícil es encontrar razones que justifiquen el encuentro. Tenga en cuenta que se trata de la máxima autoridad en el mundo de las antigüedades. Ni más ni menos que el Decano de Anticuarios.



- Usted lo reemplaza cuando se enferma?



-Así es.Efectivamente lo reemplazo, aunque los interregnos me resultan del todo menos fáciles. El Decano Simón de Indias se interesa poco por la teoría pura. El dice estar interesado solo por las aplicaciones, para lo cual acuñó una palabreja francamente desagradable : praxis.



-Es una vieja palabra.



-Tal vez.Pero su sonido no ha mejorado con el tiempo. No creo que haya ninguna necesidad de andar usando palabras en latín, y menos palabras con x, una letra que siempre resulta turbia. Y en segundo lugar, es una palabra totalmente ambigua, que alude a la práctica sin llegar a serlo, y sin dejar de serlo.



-Es una combinación de teoría y práctica, según creo recordar, o algo así.



-Justamente. Algo así. Se da usted cuenta de la imprecisión? Sea lo que sea, es un ataque a la teoría pura. Resultado, que mis breves intervenciones son siempre tormentosas : Simón de Indias tiene por costumbre deshacer todo lo que yo hice, cada vez que vuelve al decanato. Yo no niego que sea una excelente persona, y su decanato, francamente de avanzada, pero no se puede desterrar la teoría por completo y hacer del pragmatismo la guía, aunque sea un pragmatismo interesante. -El tono era de queja.



- Pero su decanato es progresista, según usted mismo dice observé.



- Vea - dijo entonces el Vicedecano Yo creo en la clase media, aunque mi condición de anticuario, naturalmente lo complica.



- No entiendo.Por qué?



- Porque los anticuarios, por definición, están por encima de la lucha de clases. Es por ello que, para ponerle un ejemplo, en el conflicto con el Sindicato Combativo de Obreros Funerarios, no tengo más remedio que ser neutral. Pero sigo creyendo en la clase media, y hago todo el esfuerzo posible para parecérmele. Compro apartos de confort, y cada vez que el dólar baja, me voy a Miami, aunque me parece una ciudad aburridísima. El Decano, en cambio, no cree en la clase media. La considera la culpable de todo. Y por eso es tan difícil tratar con él.



-De todas maneras, quiero ir a verlo.



-Haga la prueba dijo Jauretche Saint-Simon -Entrevistarse con Simón de Indias ha sido siempre una experiencia interesante.


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lunes, 8 de febrero de 2010

Los Planetas

--Podemos asumir – explicó el guía-- que cuando Despont pinta sus planetas, visiones sensuales de órbitas que giran en un espacio supuestamente extraterrestre, más que una interpretación científico artística del cosmos, se embarca en una búsqueda metafísica del sentido de su propia existencia.
-¡Un planeta! –se asombró la señora-- ¡Me encantan los planetas! Pero me gustan mucho más los gatos.


Era fatal que ocurriera, y está ocurriendo: los lenguajes científicos y artísticos vuelven a confluir después de un largo divorcio. Los pintores del Renacimiento trabajaban con la geometría en la cabeza; la presencia –omnipresencia, mejor— en el mundo de hoy de los productos directos de la industria científica y el desarrollo tecnológico masivo, desde los televisores de pantalla plana hasta los chanchitos transgénicos, sin olvidar las bombas atómicas, los antibióticos, los hornos a microondas, la teoría del Big Bang, y la PC en cada mesa, y ese asunto proteico, aceitoso, maravilloso, llamado Internet –construyen una cosmovisión laica que permea la sociedad occidental (aunque, no lo olvidemos, los fundamentalistas de ultraderecha iraníes, después de cada uno de sus cuatro rezos diarios se van a enriquecer uranio).

 El fenómeno es muy palpable en la literatura: el discurso científico, en la primera mitad del siglo XX y más, se atrincheró en el género (la ciencia ficción) a donde lo había desterrado la novela burguesa que se ocupaba de descifrar los nuevos secretos de una clase social que necesitaba una identidad, la novela de gran reconstrucción política e histórica, la literatura de denuncia o el malhadado realismo socialista. Pero tarde o temprano el cerebro cartesiano desbordó (el pensamiento, o el inconsciente, se movieron más rápido que la literatura) y fluyó en una especie de líquida argamasa discursivo que tal vez en cierto momento se agotó –o por lo menos agotó su potencia transformadora; ¿es posible hoy una literatura puramente discursiva?--. Al empezar la lenta decadencia del psicoanálisis, el lugar de estrella en ascenso es ocupado por la neurología; todo un síntoma sobre quién manda en estos tiempos.

También la ciencia ficción decayó o se agotó y sus  tópicos fueron tomados por la novela: pensemos en Houllebecq y la genética, en Martin Amis y la cosmología, en Lodge y la psicología experimental, en McEwan y la neurocirugía (mientras que la novela de aventuras, el viejo y aburrido relato de caballería se refugió en el ¿género? best seller, o más apropiadamente roman de gare). El teatro no es insensible; basta recordar el éxito de Copenhague que retoma el viejo tema de Los físicos de Dürrenmat.

Al fin y al cabo, el sujeto posmoderno (tan orgulloso de llamarse sujeto, por otra parte) no es un sujeto pensante cartesiano, sino una especie de pelota de tenis, o de bola de billar que rueda sin sentido por el mundo absurdo que construyeron Sartre, Beckett o Camus (mucho más que Ionesco, desde ya), pero que no se queda fijo, angustiado, contemplando o analizando,  sino eligiendo modas, drogas, programas, series televisivas, góndolas de supermercado, productos ya dados de un mundo ya dado y que oculta los procesos de producción concretos  detrás de la pasividad, de los  flujos financieros o de las megacompañías de servicios (también puede vivir en la indigencia del capitalismo exasperado, pero en ese caso las relaciones entre el arte y la ciencia lo traerán sin cuidado).

Quizás muchas palabras para decir que ese sujeto móvil posmoderno necesita él también (lo reconozca o no) un sistema de creencias que ya no puede ser la religión, la utopía futura o la revolución social. Y aquí aparece la ciencia, que funciona (por lo menos la ciencia actual)  como un folletín que se puede leer por entregas en Nature o en Science o en infinitos papers que se continúan unos a otros y avanza con ritmo de telenovela, siempre a un paso de la consumación y el fiasco, con la enorme ventaja de ser, o parecer verdadero. ¿Cómo no aceptar el envite?

La pintura empezó antes, al romper los moldes de lo figurativo –no hace falta explayarse mucho sobre la presencia del psicoanálisis, la relatividad, el maquinismo o la tecnología en los diferentes ismos--; es imposible no reconocer la mano invisible de la ciencia de la primera mitad del siglo pasado –que también rompía moldes— dando su empujoncito. El espacio-ilusión de Velásquez se transformó en el espacio físico de la instalación, y la luz de Rembrandt en la más palpable iluminación. Y aparecieron el arte conceptual (síntesis perfectamente racional) y hasta el arte transgénico.

Y es que se trata de un movimiento secular, de larga duración en el sentido del siempre vigente Braudel: presenciamos la culminación del esfuerzo de laicización que inició el buen Copérnico –canónigo y hombre de Iglesia él, que seguramente no imaginaba el lío que estaba armando--  y que continuó y consolidó la revolución científica del siglo XVII.

Así, los themata científicos vuelven a estar a la orden del día y el Big Bang, la historia y evolución del homo sapiens, la carrera espacial primero y los minúsculos acertijos del ADN después se constituyen en epopeya: el paisaje romántico que develaba, se puebla de átomos y genes, de galaxias y agujeros negros. Y planetas, claro está, sobrevolados por sondas de factura demasiado humana que descienden en Marte, Venus, que se acercan a Saturno, y exploran Titán. Lo incognoscible se transforma en lo desconocido y la frontera interior en una frontera en segura expansión (la manipulación genética, la incógnita nuclear, los primeros instantes del universo, la energía oscura, el gran icono, Internet). Y de paso, también se unifica el espacio mental: la especialización se  globaliza con el rótulo de interdisciplina

El planeta como tema pictórico, así, no es un acontecimiento inesperado. ¿Cómo no van a confluir los esfuerzos del arte y la ciencia? En la cúspide de los logros del racionalismo, jaqueada (la cúspide) por fundamentalismos varios, y la siempre eficaz y estúpida insensatez, en la proliferación de los discursos, en la invasión de datos, en la variedad de lociones capilares, en el mar de la incertidumbre metafísica… ahora, si no es la ciencia… ¿quién podrá defendernos?

viernes, 5 de febrero de 2010

Club del chiste

No olviden que pueden ( y deben!) enviarnos chistes sobre ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com




El principio de incertidumbre de Heisenberg: si sabés a que velocidad estás conduciendo, entonces estás perdido.

miércoles, 3 de febrero de 2010

La Dama de la Torre - Capítulo 8


Todo se extiende, se dilata, se prolonga como la tierra -el barro- que luego de la costa da lugar al río y bajo sus aguas se sumerge en busca de lo infinito, la nada. La Facultad de Ciencias Exactas, la costa, el río, todo lo mismo, una continuidad infinita que termina allí donde espera la muerte. O no, o se prolonga hacia la ficción, la otra vuelta del imaginario: los fantasmas, los espectros que acechan a Lady Chevesley, esas figuras que se detienen en los umbrales entre la extensión de lo real y la nada de la imaginación. La unión perfecta entre la vida, lo finito, la ficción, lo eterno e imposible.

CAPITULO 8

Cruzó dormitorios y mazmorras como una exhalación, ignorando las ráfagas que barrían los patios múltiples. Atravesó los pesados pórticos que engrosaban la entrada de la capilla minúscula como un recoveco de la piedra. Subió escaleras ya redondeadas, vió dibujarse en la oscuridad la imagen de madera de un santo, escuchó el chasquido con que se apagaban los pábilos inciertos de los corredores, se refugió del agua bajo la galería cubierta del señor de Mc-Dowell, y creyó entrever la imagen del Thane de Cawdor, que dos o tres veces por siglo se colaba en espíritu por los pasadizos. Buscó una cámara recóndita donde ocultarse, el lugar más extremo, si fuera posible, del mundo.

El frío, el viento y la tormenta pertinaz barrían las dilatadas llanuras de Escocia, descargando su furia espectral sobre el promontorio marítimo donde el castillo, -otrora sede de cortes adorables- había sido implantado. Toda esa masa sombría era conocida como la Plataforma de Elsinore: un conjunto unánime de rocas y de piedra que se alzaba varios cientos de metros por encima del mar. Una fortaleza afiladísima, en cuya parte más alta se elevaba, con sus casi doce pisos de altura, la Torre, que más que desafiar, parecía que pinchaba la tormenta. Era un lugar adecuado para lo sobrenatural, que, sin embargo, raras veces se manifestaba, y siempre en intervenciones tan breves que bien podían ignorarse. Pero era el volumen lo que impresionaba. La mole inmensa parecía salirse de sus cimientos, estar a cada instante a punto de caer del promontorio al mar. Había sido construida en una época en la que la yuxtaposición era admirada como el supremo valor arquitectónico: no importaba la forma sino la masa total.

Por otra parte,y de acuerdo con los rigores del género que le había tocado en suerte, Lady Chevesley, la Dama de la Torre, sabía que estaba sola en medio del amontonamiento de piedra. ¿Sería seguro su escondrijo? ¿Bastaría para ocultarla del cruel Sir Anthony Parsons?  Sobre el tocador, Lady Chevesley guardaba una navaja, abierta como un abanico andaluz : el recurso supremo para el instante supremo.

¿Pero sería capaz ? ¿Tendría el valor para hacerlo? En realidad, no. Sir Anthony Parsons la acosaba con un odio medieval, directo y sin escrúpulos, pero Lady Chevesley no podía escapar a la cantaleta romántica según la cual el objeto del odio es el sujeto del deseo. ¿Y entonces ? ¿Lo amaría ella ? La vergüenza no la dejaba respirar. ¿Podría ser sólo el efecto del silencio, como si la falta total de sonido en el castillo erosionara la realidad? ¿Cuál era la cadena de acontecimientos que la habían llevado hasta donde estaba? Si  se lo pensaba, eran acontecimientos fortuitos y altamente improbables. Y sin embargo, eran fatales, puesto que habían ocurrido.

Y de pronto, los golpes. Los golpes en la puerta, que antes confundió con la tormenta, crecían como una inmensidad que se nos viene encima.

Pero que no me arranca de mi trama: el anticuario era un hombre dinámico, de alrededor de treinta años. Ya se ha terminado la época en que los vendedores se mimetizan con los objetos que venden. La tienda, sin embargo, no era gran cosa: sólo había antigüedades locales, carentes de sentido dinástico, que poblaban los estantes y casi todos los lugares del suelo: el cenicero que perteneció a Rosas, la estilográfica de Lavalle, la pluma de ganso de San Martín, el budoir de Marguerite Duras, amante de prosapia de Dorrego, pañuelos del Centenario, chucherías taiwanesas del tiempo de la plata dulce, juegos de vajilla de familias pudientes, auténtica y cuarteada porcelana nacional.  Todo  aquello  configuraba  un  perfumado  revoltijo, y estar contemplándolo parecía un privilegio.

En un rincón, dos o tres computadoras de modelos obsoletos esperaban con paciencia su turno. La técnica avanza rápido, se devora a sí misma en un acto de antropofagia genial. Es un esquema estereotipado por los siglos. La sonrisa del vendedor también parecía estereotipada por los siglos.

-Estoy buscando una máquina - dije -, aunque no sé si será este el lugar apropiado.

Rápido como un áspid el vendedor corrió un telón que separaba la trastienda: allí había máquinas de todas las formas y tamaños: aparatos para escribir,para lavar, lustradoras.

- ¿Qué máquina busca el señor?

- Una electrodisipadora.

El anticuario palideció repentinamente, luego se sonrojó. Enseguida volvió a palidecer.

-No tenemos -articuló al fin .

-Sin embargo hace poco le vendieron una al embajador inglés.

-Nosotros no tenemos prejuicios, señor -dijo el tipejo- imagínese que trabajamos principalmente con turistas que buscan antigüedades de color local. No podemos andarnos con problemas de nacionalidad o de títulos -abrió el cajoncito minucioso de un secreter, sacó una escarapela y se la puso en un ojal de tweed, donde ya brillaba un clavel rojo.

 -No estoy cuestionando sus convicciones patrióticas. Simplemente, quisiera saber cómo la obtuvieron.

- Ah -dijo el anticuario- es sólo eso. Ocurre que últimamente hay una oferta ampliada de maquinaria fúnebre. Aunque, dicho sea entre nosotros, me parecen máquinas poco aptas para la decoración. Son pesadas y antiestéticas. Yo prefiero los jarrones del centenario, o aún los recuerdos puramente históricos. ¿No le interesa un frasquito con tierra de la batalla de Caseros?

-¿De dónde la obtuvieron?

-Del mismo lugar de la batalla. Un soldado que huía se la entregó a un buhonero de Nueve de Julio, que por ese entonces era sólo un fortín. El resto es simple inducción.

-Me refería a la electrodispadora -dije. El tipo empezaba a hartarme.  Era relamido, obsequioso, abyecto.

-Nuestro proveedor habitual -dijo el anticuario- todas las cosas provienen siempre del mismo sitio.

- ¿Y quién es? Necesitaría ubicarlo.

-Ah, no.De ninguna manera. Me es imposible ponerlo en contacto con él. Imagínese que se trata ni más ni menos que del Vicedecano de Anticuarios.


-Me es imprescindible verlo. Voy a recurrir a la policía si hace falta -dije -, ¿quiere usted darme su dirección? ¿Y el nombre?

El anticuario joven se defendía aún. -Es un lugar impreciso, entre la Boca y la Paternal. Es muy difícil decirle... imagínese que nosotros no vamos a él, sino que él viene a nosotros. Es lo antiguo lo que acude a lo moderno y no al revés, como piensa todo el mundo - pero ya se notaban los síntomas de la indecisión: en la cara empezaban a formarse arrugas, la piel se apergaminó, amenazando con convertirlo en un anticuario de los de antes.  Las manos se agarrotaron y luego cayeron, presas del mal de Parkinsons. Después de luchar un rato con el sentido del deber, extrajo una tarjeta del bolsillo.

-Por favor, no debe decirle que lo envío yo - suplicó el joven anticuario, arrodillándose delante mío y esbozando un sollozo -Por favor, no le diga que lo envío yo. No hay nada que moleste más a Jauretche Saint-Simon. Por eso le suplico que no le diga que lo envío yo. El es el vicedecano, y como tal...

Lo dejé plantado en medio de la frase y me fuí. Allí se quedó el anticuario joven, enterrado entre las tierras de la batalla de Caseros. San Telmo hervía de antigüedades, de negocios de farmacopea natural, de hierbajos que hubieran hecho las delicias del Director del Departamento de Matemáticas. Caminé entre las viejas casas de corte y peineta, los malvones raquíticos, los rosados estentóreos que decoran las fachadas, los aljibes hediondos, cubiertos por planchas de acero, débiles, falsificadas por una siderurgia tambaleante, en un mundo donde sólo el pasado goza de la etérea cualidad de la solidez. ¿Dónde encontrare a Jauretche Saint-Simon, el Vicedecano de Anticuarios? ¿Y los golpes? [pero ¿qué son esos golpes?]

Los golpes se hicieron más fuertes. Se corrió hacia el extremo de la cámara recondita, y allí se acurrucó, plegándose sobre sí misma.  ¿Alguien se acercaba? Alguien se acercaba. La puerta no tardaría en ceder, ya que databa de una época de carpintería tambaleante, cuando el metal se arrancaba de los goznes y las puertas para sostener la rebelión de los clanes y el estrépito de la guerra feudal. Sin embargo, la madera sonaba metálicamente. ¿Quién, quién la acechaba?  El mar no podía ser. El viento tampoco. La naturaleza no tenía ese estilo. ¿Sir Anthony Parsons? ¿Sir Elliot Wecesley, su mortal enemigo?  Ambos eran idénticamente crueles. En realidad, podía haberse tratado de la misma persona. ¿Por qué no se devoraran entre ellos?, se pregunta la Dama de la Torre. Finalmente, el crepitar de las astillas indica que la puerta cede. ¿Y este castillo tendrá aptitudes para esconderla? ¿Será capaz de desorientar al perseguidor, o es puro volumen, espacio lineal, donde todo queda inmediatamente a la vista?  Acaso ese dédalo de galerías no conduce precisamente a los lugares ocultos? Y recién entonces Lady Chevesley comprende, de golpe, toda la falacia de su situación: al refugiarse en un lugar terminal, único, ha delimitado precisamente el sitio de su escondrijo. La Dama de la Torre se acurruca, abrazando sus rodillas. Es lo único tibio, lo único familiar que le queda. Quedamente, solloza. La cámara, que la tenía enfocada permanentemente en primer plano, retrocede. La escena se disuelve de a poco, los colores se mezclan en un sepia neutro que asegura el fluir de la novela.

lunes, 1 de febrero de 2010

¡Basta de Galileo!

En enero de 1610, Galileo miró al cielo con su recientemente estrenado telescopio y vio cuatro puntitos de luz en las cercanías de Júpiter. Al principio, naturalmente, pensó que se trataba de estrellas, pero muy pronto vio que se movían; y no sólo eso sino que se movían alrededor de Júpiter. Era un golpe mortal para los aristotélicos y un espaldarazo decisivo para la teoría de Copérnico. ¡Había astros girando alrededor de otro centro que no era la Tierra!

–¿Por qué no nos habla un poco de eso?

–Porque estoy harto de hablar de Galileo –dijo el hombre–, y por suerte ya se terminó el año astrónomico internacional, así como el año darwiniano. ¡Al fin! El año pasado escribí 12.348,07 artículos sobre Galileo, 12.739,54 sobre Darwin y di en total 48.623,49 conferencias entre uno y otro, y aunque encontré una ligazón entre Galileo y el Barroco que tengo que pensar un poco más, me tienen hartos los dos.

–¡Hablanos de Galileo! –contestó la concurrencia de La Orquídea, enardecida porque su equipo favorito, el Sportivo Azerbaijano, había perdido por 74 goles contra cero contra la Liga Unida de la Guayana Francesa (que naturalmente, como todo el mundo opinaba, había jugado mucho mejor, pero había sufrido por el disfavor del árbitro).

–¡No!

–¡Sí!

–¡No! –y aquí esta contratapa se volvería circular como el tiempo de Platón, o como el instante inmóvil que Diógenes Laercio atribuye a Mesipo, así que el hombre cedió.

“No les voy a hablar de Galileo sino de esos cuatro puntitos de luz alrededor de Júpiter y de una idea genial. Genial y sencilla, como lo fue la que permitió a Eratóstenes medir la circunferencia de la Tierra con sus varillas y su puñado de camellos. Les voy a hablar de Olaus Roemer, que nació –y aclaro que no tengo a mano la Wikipedia sino que debo recurrir a esa antigualla, el diccionario–, que nació, decía, en 1644 en Dinamarca e hizo de todo: inventó aparatos, confeccionó tablas astronómicas, escribió innumerables memorias para la Academia Francesa de la que era miembro... Y observó... Observó una cosa rara: los eclipses de los satélites de Júpiter a veces se atrasaban con relación a lo que marcaban las tablas. Y más aún: se atrasaban siempre cuando la Tierra, moviéndose en su órbita, estaba en la posición más alejada de Júpiter. ¿A qué podía deberse esta anomalía celestial? Y aquí es donde viene la idea genial: Roemer supuso que si los satélites se atrasaban en sus eclipses no era porque el cielo armado por Copérnico y XX (no quiero mencionarlo) y Kepler anduviera descuajeringado.

Supuso que lo que en realidad ocurría es que, como la Tierra estaba más lejos de Júpiter, la luz tenía que atravesar toda la órbita terrestre y que eso le llevaba tiempo. Un simple cálculo le permitió estimar la velocidad de la luz en 225 mil kilómetros por segundo, una cifra que causó verdadero estupor en la época. ¡Con razón casi todos los científicos habían considerado que la velocidad de la luz era infinita y que se propagaba de manera instantánea! Y aquí fue donde el genio de Olaus Roemer demostró que la luz, si bien era muy rápida, no era para nada instantánea (la cifra que se maneja ahora es de 299.727,74 kilómetros por segundo). Lejos estaba Roemer de imaginar la importancia que esa cifra tendría dos siglos y medio más tarde. Presentó sus resultados a la Academie Française en un pequeño y corto trabajo, modestamente titulado Demonstration touchant le mouvement de la lumière (1676) y luego siguió con su intensiva actividad científica; más tarde regresó a Copenhague, donde murió en 1710; la mayoría de sus escritos y sus observaciones se perdieron en el pavoroso incendio que devastó la ciudad en 1728. Pero queda y quedará como el primero que fue capaz de domesticar la luz midiendo su velocidad, mediante un artilugio simple y genial. Son precisamente esos casos los que XX... los que XX...”

Pero nadie escuchaba ya: la concurrencia estaba hipnotizada por el televisor donde mostraban a una señora a la que le habían robado un bolso. Y aunque la luz proveniente del televisor se moviera con velocidad finita, y aunque Roemer hubiera sido el primero en demostrarlo, y aunque no se hubiera hablado de XX, Roemer quedó olvidado en el bar La Orquídea. Aunque hubiera entrado por la puerta, a nadie le habría llamado la atención.