lunes, 28 de junio de 2010

La Dama de la Torre: Capítulo 25

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¿Qué ha sido de Lady Chevesley? ¿En qué recodo gótico se habrán estancado sus desventuras? Veamos por qué caminos de perdición la han llevado sus pies cansados.

 CAPITULO 25

La ermita era oscura, y cada tanto las campanas volvían a dar el ángelus, pero no porque la hora no avanzara, sino porque el tiempo mismo se había vuelto repetitivo, se había transformado en pura circularidad. La única vela de que disponía el ermitaño, desdibujaba la linealidad del ambiente, lo ajustaba a lo pictórico, lo deslizaba hacia un barroco inasible, donde los contornos de las cosas eran confusos o se movían. El conjunto se mezclaba, dando la sensación de mero amontonamiento, y al mismo tiempo, como no había espejos, cada objeto era único. Todo estaba sucio, teñido de grasa de vela, que cubría la ermita como una segunda naturaleza, o una máscara que quisiera suavizar los contornos.

El ermitaño es un hombre horrible y viejo, envuelto de pies a cabeza en andrajos y que renguea ligeramente, pero Lady Chevesley sospecha que esa renquera es falsa, simplemente para suavizar la sensación de peligro que suele sugerir la agilidad. El mísero jergón es tan humilde y gastado que estar sobre él es como estar a la intemperie. Y la explicación es simple: el ermita vive en un mundo artesanal, en el que aún no se ha inventado ningún mecanismo.

Lady Chevesley, y con razón, está inquieta. Criada en castillos, acostumbrada a las columnas y a los arquitrabes, a los corredores lóbregos, a las cámaras en el fondo de pasillos larguísimos, la unicidad de la ermita, ese espacio único le parece un insoportable milagro. Es un estado de miseria que siempre considero inalcanzable, ya que la pobreza, a sus ojos, nunca ha sido más que un estado de ánimo. El hombre santo parece dormir en el extremo de la habitación, es un bulto cuyas oscilaciones no dependen de la voluntad, sino del movimiento del pabilo grasoso, que a cada momento amenaza con apagarse. Lady Chevesley no puede conciliar el sueño y evoca conventos, con amplias y espaciosas habitaciones, y naves frías y altas, recorridas por grupos de novicias que susurran por lo bajo cosas inconfesables. El contacto de la lana de oveja le parece áspero, poco itálico, apenas acorde con la galantería y el dolce far niente que vivió horas antes. En realidad, la ermita misma le parece apenas una creación del pensamiento, sin asidero real. Es como si la fatalidad que en forma permanente la acosa, se hubiera convertido de pronto en algo íntimo, privado, como si hubiera sido degradada de su suprema majestad feudal y transportada a un escenario de dimensiones excesivamente pequeñas.

Lady Chevesley se acaricia, intentando dormirse, pero hay restos de temor que sólo se disolverán a medida que avance la noche. Mientras tanto, trata de mantener una somnolencia alerta, un estado crepuscular, que vigila la quietud y anticipa la huída. Lady Chevesley sabe que esta sola, y paradójicamente, esto multiplica sus fuerzas. Acaso no estuvo siempre sola? Acaso no fue víctima de oportunistas atroces que de una manera u otra logró desenmascarar? Qué puede temer de un ermitaño medieval? Qué peligros pueden acecharla en una edad histórica que, en última instancia, fue un fracaso?

Sin embargo, cuando la llama se extingue finalmente con un chisporroteo que recuerda los fuegos artificiales que han inventado, según se comenta, los chinos, comprende que no podrá escapar al temor, ni siquiera utilizando las técnicas modernas para vencer el insomnio. Porque si el destino de la noche es convertir hasta las más imprecisas sensaciones en objetos, entonces el temor tendrá contundencia, solidez, y es tan imposible evitarlo como evitar una mesa, o una pared. El monje ronca con un sonido gutural, típico del medioevo. Sus ronquidos parecen casi un desprendimiento del canto gregoriano, descienden en forma directa de laúdes y maitines remotos, pero a Lady Chevesley le resultan falsos. Invadida por la atmósfera del lugar, cree, sin equivocarse, que cada cosa oculta algo, que cada objeto no es sino la versión imperfecta de una idea general, y por lo tanto esta lleno de anfractuosidades y peligros. Un cintillo canta, a lo lejos, sobre el fondo monótono de las campanas.

Afuera, la noche ha tendido un tejido armonioso como si la naturaleza hubiera decidido concertar determinada melodía inasible y profunda, impidiendo la consolidación del silencio. Hay sonidos que vienen de todas direcciones, en general tenues, apagados, pero relacionados unos con otros en cuartas y octavas, en tonalidades armónicas que sugieren paz, quietud. Es una situación curiosa, donde las cosas se mueven y los seres vivos, por el contrario, están quietos. Agua, estrellas, campanas, aire, piedras, participan de esa inasible y ondulatoria algarabía. En cambio, dentro de la ermita, todo es el reverso, un espacio recortado que pertenece sólo a Dios. Aquí adentro la noche es mística, no tiene fronteras con el mundo exterior, es simplemente eso: noche, algo tangible que esta en contacto directo con el mundo complejo de las ideas. Afuera, en cambio, la noche es profana, laica, no se rinde a la pesada solemnidad de Dios, y por eso está llena de murmullos y pequeños ruidos.

Entregada a sus pensamientos, a Lady Chevesley se le ocurren ideas que desecha enseguida: que la oscuridad es lisa y la luz rugosa, que la noche es el barroco que el día disuelve lentamente en un clasicismo fluído y perfecto, de líneas equilibradas y precisas que alcanza su cenit, como un estallido, en el mediodía. Que el día es como la música de pífanos y que la noche, en cambio parece el fondo indiferenciado de la orquesta, elaborando temas, que busca dialogar con algún instrumento y que cuando se detiene para darle entrada, espera uno, otro, un tercer compás y sólo se topa con un silencio espeso. Que el día es plano y la noche redonda. No puede salir de las dicotomías y las oposiciones, y descubre que eso también forma parte del destino del insomne: todo se divide en dos, en lo vivo y lo muerto, lo transparente y lo opaco, lo elemental y lo complejo, lo múltiple y lo único, lo óptico y lo mecánico. La oscuridad absoluta no admite matices, es o no es, y en ambos casos de manera masiva, total.

Es acaso un roce lo que la transporta, lo que la hace cambiar de un estado al otro sin saber si pasa del sueño profundo a una semisomnolencia, o de las fronteras del sueño a una vigilia lúcida? Efectivamente, es un roce. Muy elemental, como el de un objeto que se arrastra por sus propios medios a lo largo de una pared. La forma del sonido determina la forma del objeto: Lady Chevesley reconstruye una mano extendida y luego un cuerpo que viene tras ella, como un peso muerto arrastrado por un caballito minúsculo. Enseguida comprende la escena: sin interrumpir los ronquidos, el ermitaño, tanteando con la mano, se desliza con los hombros pegados a la pared. Lo curioso es que los ronquidos hacen más nítido el sonido, le imprimen un ritmo de amenaza, lo recortan, sirviendo como un telón de fondo que le confiere presencia y lo destaca: el raspar de los trapos increíbles, de los andrajos descascarando el ladrillo turbio, el barro apenas amasado con que la ermita alguna vez fue apresuradamente revestida. Como en la oscuridad no hay direcciones, ni distancias, Lady Chevesley no puede adivinar dónde esta el peligro que la amenaza, si es que verdaderamente la amenaza, porque aquí todo tiene un doble sentido, cada cosa es símbolo de otra y de otra en una cadena infinita, y no se sabe en que instante de la cadena quedará uno insertado. Así es el mundo medieval. La compacidad del interior de la ermita ha quedado destruída, el espacio único se fragmentó, se establecieron de pronto fronteras interiores de peligro, como un cuadriculado espantoso. Esa brusca alteración del espacio enseguida generará distancias: sólo es cuestión de tiempo, y pronto todo quedará cerca o lejos, o a pocos centímetros, o en el otro extremo. Cuando Lady Chevesley reconoce el roce de los harapos cerca de su cuerpo, comprende que esta nuevamente en una situación sin salida: como siempre, el pasado inmediato le parece acogedor. En la sombra, el ermitaño se acerca como una masa de trapos y de olores mezclados: también esto es típicamente medieval: el hombre consagrado a Dios, la lascivia, el pecado horrendo, al que seguirán el arrepentimiento y la expiación, las carnes laceradas, los cilicios eternos que aseguran el paraíso como un adelanto seráfico. Lady Chevesley, sin embargo, representante de una edad que ha inventado los más sutiles mecanismos, rueda sobre sí misma, tratando de deslizarse sin ruido sobre el piso alisado de la ermita, de pura tierra, trata de parecer una lámina de acero flexible, apegada a la bidimensionalidad del suelo, y que sin embargo se arrastra hacia la puerta como una oruga totalmente plana. Pero el amasijo de pecados, intuiciones divinas, pensamientos inmundos, repudiables, y trapos que es el ermitaño, goza de los beneficios de lo esférico, y encuentra líneas de avance que el espesor de la situación no ha obstruído aún. En realidad, ambos se mueven como si nadaran en una jalea viscosa, inerte, que complica el movimiento. Es que la mutua relación los ha paralizado, y tardan muchísimo tiempo en hacer cosas que a la luz del día demorarían apenas instantes: escapar, atacar, huir. Los verbos se sustantivan,se paralizan en un instante gramático que participa apenas de la acción y de la nada.

De pronto, los interrumpe un tumulto: un grupo de hombres armados tira abajo la puerta, poniendo en comunicación el adentro y el afuera, los dos espacios artificiales que se habían configurado, y sólo eso basta para que todo se inunde de una suave luz. Los hombres proyectan ahora sombras: la oscuridad se ha unificado por fin, y ya nada queda diferido para dentro de unos instantes. O bien ocurre ahora, o no ocurrirá ya más: el peligro, y todo el resto es presente puro, transcurrir absoluto, devenir. Dos de los hombres se lanzan sobre el ermitaño y lo apuñalan: el hombre de Dios gime, la sangre corre por el piso con un hedor que Lady Chevesley degusta, aceptándolo como una carga impuesta y liberadora. Otros dos la cargan* sobre un caballo, que tenso, repleto de responsabilidad, con las patas lustrosas, espera en la puerta de la ermita. Luego, el grupo se lanza al galope a través de los sembrados, que las campanas parecen mecer una y otra vez, como intentando que los trigos y las vides se duerman. Sir Anthony Parsons, piensa la Dama de la Torre, abrumada por la brusca transición, Sir Anthony Parsons, que ha venido a rescatarme. Pero antes de desmayarse,alcanza a preguntar: Quién me ha raptado? Quién me ha salvado?

Le contestan en dialecto toscano : pertenecemos a la banda del terrible Bairoletto.

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jueves, 24 de junio de 2010

Chanchitos fluorescentes transgénicos


El hombre subió al colectivo y empezó su perorata: “No hace mucho tiempo, lo mejor que uno podía regalarles a los nenes chiquitos era cualquier tipo de juguete que brillara en la oscuridad, pequeños muñecos que tenían la capacidad de captar energía mientras la luz estuviera prendida y emitirla cuando se apagase, generando un brillo propio que recordaba los artilugios mágicos, pero ahora la fluorescencia atrajo nuevamente la atención del mundo científico: investigadores taiwaneses modificaron genéticamente la estructura de algunos chanchos y lograron crear animales verdes que brillan en la oscuridad”. Y sacó un pequeño chanchito que, efectivamente, emitía una luz verdosa: “No prive a sus locos bajitos de su chanchito fluorescente”.

–¿No es maravilloso lo que ha logrado la ingeniería genética? –me dijo mi vecina de asiento, una chica bellísima y joven–. Al fin y al cabo no todo es soja. También hay peces fluorescentes, y dentro de muy poco va a haber elefantes fluorescentes.

El vendedor pasaba con el chanchito por las filas de asientos y dejaba que los pasajeros le acariciaran el lomo. Una mujer rubia que tenía un ojo de vidrio se encariñó tanto que ya no lo quiso devolver y lo compró.

–Yo soy bióloga –me dijo la chica–, y mi trabajo de tesis fue modificar genéticamente a un gato para que sirviera como estufa.

–¿Pero cómo lo hacen? –pregunté–. Porque no parece fácil conseguir que un chancho dé luz.

–No es fácil –me dijo un hombre desde el asiento de atrás–. Mire, yo soy viudo, y le aseguro que no se hace colocándole una lamparita. Pero resulta que toda la información necesaria para que los seres vivos sean como son está contenida en una molécula maravillosa, llamada ADN.

–Tiene forma parecida a una escalera en espiral, enroscada, que los biólogos llaman doble hélice –dijo una viejita arrugada que viajaba parada tambaleándose bajo un montón de paquetes y a duras penas se mantenía en equilibrio con un bastón tipo trípode.

–Allí se suceden nucleótidos –siguió la viejita–, que son bases químicas. Hay cuatro nucleótidos diferentes, que se ordenan de muchas maneras distintas y justamente el orden en el que están ubicadas es un código que transmite información, del mismo modo que un mensaje en Morse transmite información según el orden de sus puntos y rayas.

–El conjunto de los genes –dijo el viudo– es lo que se llama “genoma”, y los genes son trozos de ADN, que guardan determinado código.

–¿Pero qué codifican? –pregunté, mientras me invadía una aguda luz verdosa.

–Proteínas –me dijo la bióloga–. La función de los genes es codificar o dirigir la fabricación de proteínas.

De repente, la viejita se fue para atrás y se le cayeron dos paquetes. El viudo los levantó y los colocó delicadamente en la pila. Era todo un caballero.

–Los genes de las medusas –siguió la viejita, con voz temblorosa, recuperando el equilibrio con dificultad– contienen la información necesaria para que el cuerpo de los animales produzca una proteína que les transmite una coloración verde fluorescente.

–¿Pero qué tienen que ver las medusas con los chanchos?

–Ahí está el asunto –dijo la viejita arrugada–, lo que permite la ingeniería genética es manipular los genomas. Los científicos insertan los genes de la medusa en el ADN del chancho. Entonces, el ADN del chancho produce la proteína de la medusa que genera en los chanchos un color verde.

–Y ya tenemos un simpático cerdito transgénico –dijo la bióloga de mi asiento–. Y miren cómo lo están comprando. El tipo ya vendió diez, y si no me equivoco, es un profesor de la facultad, que así redondea el sueldo.

–La ingeniería genética es maravillosa –dijo el viudo–, uno puede introducir en el genoma de una planta un gen que produzca una proteína que rechace a determinados insectos o que retrase el proceso de maduración que hace que los tomates duren más tiempo en las góndolas.

–Pero entonces estos cerditos que vende el señor no son “propiamente” cerditos, sino una mezcla de cerdo y medusa.

–Una mezcla es mucho decir... –dijo el viudo–. Vaya, tanto como una mezcla...

–Bueno, tiene apenas un injerto pequeño –dijo mi bióloga, mientras el colectivo no sólo estaba iluminado sino invadido por los gruñidos de la piara... ¿Por qué no habrán injertado también el gen de la mudez?

–Bueno –dijo el viudo, reflexionando en voz alta–. Es verdad que a veces pequeñas variaciones en el genoma significan grandes cambios. Al fin y al cabo, los humanos diferimos de los orangutanes en menos del diez por ciento de los genes.

–¿Es posible? –pregunté, asombrado.

–Es así –dijo mi bióloga, clavándome sus ojos de un negro profundo–. Es más: yo era originariamente un orangután, pero me sometí a una terapia génica y aquí estoy.

martes, 22 de junio de 2010

Cantar es para los pájaros

DIALOGO CON GABRIEL MINDLIN, DOCTOR EN FISICA, INVESTIGADOR DEL CONICET

Esta vez el Jinete se mete con los pájaros, o más bien con el canto, que tiene más aristas de las que en general se cree. Hay dialectos y siempre planea la pregunta: ¿Es un lenguaje o no es un lenguaje?

–Antes de empezar a hablar de cosas no lineales, quería decirle que esa cuestión de que existan cosas no lineales me parece un error de dios cuando creó el Universo, para complicarnos la vida a nosotros. Yo soy matemático y me gusta lo lineal... Ahora lo dejo que me cuente lo que hace.


–Bueno, yo me dedico al tema del canto de los pájaros, pero es la coronación de otros trabajos que venimos haciendo en dinámica no lineal.

–¿Podría explicar qué es una cosa no lineal?

–Es una regla donde no vale la proporcionalidad y es todo más complejo: el tema del canto de los pájaros en la biología es un tema muy importante, porque es un modelo animal sobre cómo un cerebro aprende. El humano necesita aprender la vocalización, a partir de haber escuchado a los padres hablar. En el reino animal, eso está compartido por muy pocas especies: en general las vocalizaciones vienen ya grabadas en “hardware”: aunque uno ensordezca a un animal de pequeñito, va a vocalizar igual que un adulto normal. En las aves, el 40 por ciento necesita aprender. Algunas no: las palomas, por ejemplo, no lo necesitan. Pero un canario o un jilguero sí. Hay tres familias: osinas, colibríes y loros. Esas necesitan un tutor para aprender. Identifican un tutor, en general de la misma especie, y el cerebro comienza a hacer una representación de cómo debería empezar a sonar. Después empiezan a practicar y luego el cerebro se va reconfigurando: hay partes que se dedican a la parte motora y partes que van tratando de determinar si lo que están emitiendo se parece a esa representación original que se habían hecho de lo que era el canto a imitar.

–Cuando se va aprendiendo, ¿se modifica el hardware?

–Sí. Las neuronas se van reconectando, con el aprendizaje.

viernes, 18 de junio de 2010

Club del chiste

Pueden enviarnos sus chistes de ciencia a leonardomoledoblog@gmail.com


¿Cuál es el animal que tiene entre 3 y 4 ojos?

El piojo.

jueves, 17 de junio de 2010

La Dama de la Torre: capítulo 24

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Puestos a evaluar la reunión en la jefatura de policía, el Comisario Inspector y nuestro narrador se preguntaban, tomando café con canela en el café Freud, si era posible esperar un futuro auspicioso para la investigación. O si, por el contrario, el aislamiento de cada uno de los problemas no sería más que una complicación del caso. La pregunta, una y otra vez, ¿existen realmente conexiones causales? Y, por qué no, ¿es la ciudad una red o una suma de puntos que delimita el campo de acción de nuestros protagonistas, la joven lógica y el temible asesino?

CAPITULO 24

No tuvimos más remedio que irnos a otro lado. ¿Qué era lo que nos empujaba a cambiar de sitio ? Cierto vaivén, el esfuerzo con que la realidad se ajustaba a lo pictórico, abandonando la linealidad, prefiriendo los volúmenes a las superficies. Era lamentable, pero era así. La ciudad evolucionaba hacia el barroco, hacia el amontonamiento, hacia la pura aglomeración. El azar, la fatalidad y hasta la muerte, parecían haberse convertido en instituciones públicas. La perspectiva, que antes se ajustaba a la elegancia geométrica, se construía de manera diferente, y se adaptaba a los movimientos de la situación: los objetos parecían más cerca cuando más pequeños eran, y los objetos grandes parecían estar siempre en el horizonte.

Pero lo peligroso era la unicidad (que el Jefe de Policía se obstinaba en negar) de lo que ocurría.Se notaba a la legua. Recortar un trozo de realidad era tan imposible -tan absurdo-, como el intento de separar un trozo* de un líquido muy viscoso. Los hilos quedan siempre aferrados, y si alguien los corta, aparecen nuevos seudópodos, quedan babas del diablo, y apenas uno se detiene a reflexionar, preguntándose que hacer, el líquido vuelve a cerrarse en una masa única. Decididamente, hay situaciones, en que la simplicidad es imposible.

Era intrigante: de donde salían tantos entierros? Algunos comentaban que muchas de las muertes eran ficticias. Otros, que los cadáveres se repetían, que algunos empresarios inescrupulosos enterraban dos y tres veces cada cuerpo para redondear su negocio, de modo que cada cadáver daba varias veces la vuelta a la ciudad.

Sin embargo, la falta de lógicos, a la sazón asesinados, u ocultos, parecía no importarle a nadie. No era extraño, entonces, que la lógica joven moviera tanto los brazos y estuviera alarmada.Porque, aunque mi exaltación amorosa le brindara una cierta protección, hasta cuando duraría? Cuál era su alcance real? Pronto tendríamos ocasión de averiguarlo.

Además, había otra cosa. Para ella, el asesinato de un lógico era la quintaesencia del delito. Y no sólo por solidaridad profesional: es que de alguna manera, asesinar un lógico es como asesinar una idea, o un estado de ánimo. A primera vista, o dejándose llevar por lo que habitualmente llamamos intuición, es una de esas cosas que parecen imposibles. Y que tal vez, nos parecen imposibles porque son sólo irrelevantes.

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lunes, 14 de junio de 2010

El suicida optimista


En el siglo XIX, la ciencia que Newton había fundado gloriosamente alcanzó su máximo esplendor; La Mecánica celeste de Laplace daba cuenta del movimiento de los planetas y cualquier cosa que anduviera por el cielo, la química alentada por el empujón de Lavoisier que develó el misterio del fuego y Dalton que rescató a los átomos del olvido, iniciaba su firme ascenso que culminaría en 1869 en la Tabla periódica de Mendeleiev, y la biología daba sus pasos firmes hacia la teoría de la evolución.

Pero eso no era todo: solapada y alegremente, un nuevo concepto integrador, algo nuevo, se elevaba como el eje alrededor del cual se iba a organizar y ordenar toda la física del siglo: la energía.

Un nuevo concepto, pero que además venía dotado con un status especial, el principio de conservación de la energía habría de convertirse en la ley de leyes del universo físico, era el primer principio de la termodinámica.

La ley de conservación de la energía era un principio feliz: todo lo que hay, habrá, y nunca perderemos nada. Se sucederán las generaciones, y las máquinas, se levantará el polvo de la tierra por la acción de las ruedas que producen rozamiento y calor y volverá a posarse, pero la cantidad de energía disponible para realizar trabajo y hacer funcionar al mundo siempre será la misma y estará ahí, ya sea almacenada en la materia (energía química), en el movimiento (energía cinética), en el campo gravitatorio (energía potencial), en la incipiente electricidad o en el calor, y cualquiera de estos tipos de energía se podrían reciclar indefinidamente. ¡No podía existir un principio mayor de plenitud en una ciencia que se expandía aceleradamente, y que con instrumentos cada vez más finos, con matemáticas cada vez más precisas y una confianza cada vez más robustecida, se sentía capaz de escrutar todos los rincones hasta agitarlos!

Sin embargo, era demasiado bueno, y una sombra acechaba: en efecto, en 1862, Rudolf Clausius (1822-1888) introdujo en ese universo conservador y confiado en sí mismo una nueva entidad a la que llamó entropía, una magnitud que, a grandes rasgos, es la medida del desorden de un sistema, y enunció lo que se conoció como el segundo principio de la termodinámica: la entropía inexorablemente aumenta, todo lo desordenado se desordena, tarde o temprano, toda la energía (aunque se conserve) antes o después se convertirá en calor, su forma más “desordenada”, con más alta entropía. Cada vez que hierve una pava para hacer café y el calor se convierte en movimiento de las moléculas de agua, hay una parte de ese calor que no regresará más y nunca podrá recuperarse: y así, todo el universo terminará transformándose en calor, desde el más pequeño de los seres vivientes hasta la más grande de las estrellas; el inexorable aumento de la entropía nos condenaba a la muerte térmica, a una inmensa nada donde no habría ya materia ni movimiento, ni electricidad, ni nada que no fuera calor. Una inmensa nada inmóvil e inerte donde (aunque por supuesto la cantidad de energía total sería idéntica) la entropía iba a alcanzar su máximo y ningún fenómeno podría ya producirse, porque en ningún caso la entropía puede disminuir.

El segundo principio de la termodinámica, o ley del aumento de la entropía, era triste, tristísimo. No era agradable, en medio de una época de confianza y expansión, tener conciencia de que cada fósforo que se enciende, cada movimiento, cada pensamiento (que genera calor a partir de los circuitos eléctricos cerebrales) aceleran la muerte térmica del universo, saber con total certeza que todos los esfuerzos terminarían siendo mera radiación térmica, vulgar temperatura, miserable vacío caliente. No era lindo pensar que la entropía marcaba una flecha del tiempo que señalaba la tumba, un reloj que cantaba los segundos hasta disolverse él mismo en un calórico final.

Ludwig Boltzmann nació en 1844 en Viena, en 1867 se doctoró en Física, ocupó distintas cátedras y enseguida se destacó como una autoridad en mecánica estadística, y su nombre quedó vinculado con los de Bunsen, Kirchoff, Helmholtz y el mismísimo Maxwell, dios del electromagnetismo. Su fama crecía, y tanto prometedores talentos como figuras importantes como Wilhelm Ostwald, o Ernst Mach, se acercaban para trabajar o polemizar con él.

Pero además de su enorme cantidad de trabajo en la mecánica estadística, Boltzmann le encontró una vuelta al segundo principio de la termodinámica o ley del aumento de la entropía, considerada con inexorabilidad por sus contemporáneos, aunque algunos planteaban sus dudas. Pero fue Boltzmann quien transformó la inexorabilidad en probabilidad: según su interpretación, no es que el universo deba evolucionar fatalmente del orden al desorden, sino que, puesto que el número de estados desordenados es mucho, pero muchísimo mayor que el de ordenados, naturalmente se mueve de los estados menos probables a los más probables.

No hay, así, nada devastadoramente fatal en el aumento de la entropía: después de todo, la entropía podría disminuir, del mismo modo que ninguna ley impide que en la ruleta salga el número 5 un millón de veces seguidas (si ocurriera no habría que cambiar una sola palabra en los libros de probabilidad) o que las moléculas de una habitación se ordenen espontáneamente (violando la ley del aumento de la entropía) y se acumulen en una de las esquinas (asfixiando de paso, en aras de la esperanza) a quienes estén presentes.

En cierta medida, Boltzmann le dio al mundo y a los fenómenos una remota, remotísima esperanza. Le quitó a la segunda ley su aura funeraria, su aureola de muerte (térmica) inconmensurable; abrió, si se quiere, una rendija por la que existe una lejanísima posibilidad de atisbar. Transformó la certeza absoluta del fin en un pesimismo atado a bajísimas probabilidades.

El 5 de octubre de 1906, Boltzmann se suicidó, ahorcándose en una playa italiana cerca de Trieste. En su lápida figura la formula S= k log W, base de su interpretación un poco más optimista de la ley que ordena a la entropía aumentar.

domingo, 13 de junio de 2010

Vida y milagros de la biodiversidad

DIALOGO CON RICARDO OJEDA, DOCTOR EN BIOLOGIA, ORGANIZADOR DEL CONGRESO DE LACTOBACILOS EN TUCUMAN


El jinete hipotético viajó esta vez a Tucumán para participar del Congreso de Lactobacilos, donde dio una charla sobre Darwin y aprovechó para dialogar sobre biodiversidad.

Desde Tucumán

–Usted se dedica a la biodiversidad, ¿no es cierto?

–Biodiversidad como un tema que engloba distintos procesos. Eso incluye desde distribución de especies a cómo se conforman las especies que conviven en determinado lugar, cómo coexisten, cuáles son los mecanismos de adaptación a esos ambientes. Eso me lleva a estudiar no sólo zoología, sino también fisiología, distribución. Por ejemplo, ahora, a lo largo de los Andes, tenemos un proyecto...

miércoles, 9 de junio de 2010

La Dama de la Torre: capítulo 23


 Luego de grandes inconvenientes técnicos, hemos vuelto. Y nos preguntamos, ¿qué habrá pasado mientras tanto con el asesino de lógicos? Son altas las probabilidades de que aquel descarado haya vuelto a atacar en nuestra ausencia y, hasta donde sabemos, la policía lejos estaba de encontrar el rumbo. Atónitos por la anécdota que el Jefe de Policía contó durante la reunión, el Comisario Inspector y nuestro narrador se marcharon del Departamento sin ninguna nueva pista bajo el sol. Mientras tanto, los ataúdes no aparecen, y la Dama de la Torre sigue incólume en su tragedia.

CAPITULO 23

Nos instalamos en la terraza del café Freud. Parecía París, o pretendía parecerlo. Había poca gente a esa hora. Dos o tres hombres sentados en una mesa que daba sobre la calle... psicoanalistas, probablemente. Hablarían de Lacan y de Freud, de uno contra o otro, de los divanes y las sesiones y del valor simbólico de la falta de ataúdes. Dos mujeres jóvenes, en una mesa, conversaban animadamente. Unas niñas demasiado rubias revoloteaban alrededor, peleándose por la posesión de una muñeca. Algunos habían optado por el interior del café; se sentirían más protegidos allí.Aún sin verlos,adivinábamos que eran pocos. En una mesa semioculta, estaban sentados los tres anticuarios, inclinados como si conspiraran: el joven anticuario, el Vicedecano Jauretche Saint-Simon, y el Decano Simón de Indias. Sin duda, nos vigilaban.

En la placita de enfrente, los árboles parecían garabatos, listos para que algún pintor con ínfulas impresionistas los ordenara de alguna manera. Algunos niños jugaban, especialmente en las hamacas. Armaban una algarabía alegre y armónica, pero un poco desafinada. De la Basílica del Espíritu Santo, demasiado poco barroca para mi gusto, con excesiva ambigüedad en su arquitectura, que no se decidía ni por lo convencional ni por lo antiguo, emanaba un cierto aire de protección. Parecía decir: aquí no faltan ataúdes. O bien: ningún lógico será asesinado frente a uno de estos altares. No estaba nada mal.Era un rincón algo europeo de la ciudad, y por eso nos gustaba. Además, allí servían café a la canela, una especialidad casi olvidada en Buenos Aires. Desde el fondo del bar, cerca del mostrador, un retrato de Freud nos miraba, seriamente.Parecía estar un poco preocupado.Un Peugeot azul se deslizó silencioso y desapareció por la calle Mansilla.

La gente tendía a apartarse de ciertos lugares, como si la fatalidad fuera un organismo público, una organización impositiva, que los pudiera pescar en cualquier momento, pero que no se atrevía a transponer los límites de la esfera privada, como si se tratara de una armonía preestablecida por el gobierno, incapaz de llegar hasta el fondo de las casas. Pero en esto se equivocaban, ya que los carromatos repletos de cuerpos que recorrían la ciudad no se nutrían de las multitudes seleccionando al azar en las plazas y las calles, sino que había brotado justamente, de la esfera privada. Este barrio, sin embargo, parecía aún intacto, como si sus habitantes hubieran conseguido una magia particular que los protegiera. En eso residía su principal atractivo por el momento, y la inseguridad latente afloraba a la superficie.

-Yo no tengo nada contra las conclusiones experimentales dijo el Comisario Inspector pero sí contra la negación de los problemas, que puede ser el principal obstáculo en el desarrollo de una ciencia policial. En ese sentido, la Policía Argentina está todavía en una etapa aristotélica, medieval, donde la auctoritas y la escolástica toman el lugar de las verdades comprobadas.

La lógica joven movió los brazos en el aire del café Freud, abarcándolo, mientras el mozo depositaba sobre la mesa imitación mármol los cafés con canela y jenjibre.

-Pero justamente esto parece un esfuerzo de aggiornamiento dije el solo hecho de intentar un experimento como este parece anunciar un futuro auspicioso.

-Bah dijo el Comisario Inspector- el futuro nunca es auspicioso, porque apenas lo es, deja de ser futuro, en tanto ya se lo conoce. Usted habrá observado la forma deliberada en que se aisló el problema lógico de los otros problemas que nos acosan.

-Es cierto.Pero eso puede indicar un principio de orden. Aislar los problemas y resolverlos por turno.

-Sí,sí.Pero, y las conexiones causales? Porque estábamos de acuerdo que la solución, si es que existe alguna, reside en un correcto diagnóstico de las conexiones causales, que si bien son ad-hoc es decir, introducidas artificialmente por nosotros, para comodidad de la investigación, no por eso permanecen menos ocultas.

-Bueno dije, conciliador, mientras la lógica joven me hacía gestos desesperados -que las hayamos propuesto como una definición cómoda, no quiere decir que haya que prestarles tanta atención.

-Querría conocer al Anticuario Mayor dijo el Comisario Inspector sabía usted que nunca se mueve de su casa, porque sus principios le impiden aparecer en lugares públicos, como calles o autopistas?

- Y nunca sale?

-Sale todas las veces que hace falta.El encierro no pega para nada con la profesión de anticuario , como usted bien sabe. Pero no se aparta de la esfera privada. Así, cada vez que debe trasladarse a alguna parte, sigue todo un procedimiento. Lo duermen con drogas y luego lo trasladan en helicóptero hasta donde sea, donde lo despiertan con una nueva dosis. De esta manera, el Anticuario Mayor puede hacerse la ilusión de que, en realidad, no ha salido de su casa.

- No es un sistema demasiado caro?

-Tiene fortuna de sobra para hacer eso, y mucho más, dijo el Comisario Inspector Allá él. De paso, le permite ser el reverso exacto del embajador de Inglaterra, que pese a su alto rango, sale siempre, viaja en los transportes públicos y se mueve sin ninguna clase de custodia o comitiva.

-Y usted piensa que el Anticuario Mayor puede aportar algo de claridad en esto?

- Claridad! Me extraña en usted, que me conoce, que ha leído a los filósofos y sabe que la ciencia se conduce por caminos compartidos con la religión y con la magia. La claridad, como le he dicho mil y una veces, no hace más que complicar las cosas,al presentarse como un sustituto del conocimiento verdadero. Dele usted a la gente un esquema claro, e inmediatamente lo confundirán con la verdad. El verdadero conocimiento sólo se logra por acumulación de variables, y cuando la mescolanza es demasiado voluminosa, uno no tiene mas remedio que aceptarla y decir :"yo conozco".

A esta altura, la lógica joven estaba espantada. El simple deseo de supervivencia que la animaba parecía superponerse a toda teorización. Que se hubiera atacado el problema global por el lado que más la afectaba, la había tranquilizado en principio, pero las palabras del Comisario Inspector, que delataban la presencia de una corriente de oposición filosófica y operativa en la Policía, la volvieron a su anterior inseguridad, la misma que me sedujo en el velorio, cuando con los pocillos de café en la mano sólo aspiraba a servir a los vivos y a los muertos.

De pronto, se oyó un traqueteo. Por la calle diagonal que bordeaba la Basílica, un carro goyesco empezaba a insinuarse. Era un intruso en ese barrio todavía virgen, era una de esas cosas, que, una vez que aparecen,invaden todo.La lógica joven se tapo los ojos. Era un gesto demasiado convencional.

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martes, 8 de junio de 2010

Hablando con un mito matemático


DIALOGO CON EL MATEMATICO PIERRE CARTIER, INTEGRANTE DEL LEGENDARIO GRUPO BOURBAKI
Esta vez el jinete hipotético se topa cara a cara con uno de esos mitos fuertes de la matemática del siglo XX, nada menos que con un integrante del grupo Bourbaki, que tenía algo de secta, algo de conspiración y mucho de matemáticas.
Desde Córdoba
–Usted vino al país invitado por la Facultad de Matemática, Astronomía y Física de la Universidad Nacional de Córdoba (Famaf - UNC) y es un miembro del mítico grupo Bourbaki. Ha hecho aportes originales a la geometría algebraica, a los grupos de Lie, a los grupos algebraicos, probabilidades, teoría de números, física matemática, entre otros. ¿Qué más puedo decir para presentarlo?
–Que nací en 1932 en Sedán, en el norte de Francia, y me dediqué a las matemáticas desde muy temprana edad. Participé fuertemente en el grupo Bourbaki, donde redacté varios volúmenes, en particular los capítulos de teoría de Lie, que es aún hoy en día uno de los más citados de Bourbaki. A veces me presentan como una especie de embajador itinerante de la matemática. Visité una gran cantidad de países, Brasil, Chile, Argentina, el norte de Africa, Vietnam, Japón, India, siempre tratando de que la matemática sirva para unir a los pueblos.