miércoles, 9 de febrero de 2011

La Dama de la Torre: capítulo 41

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CAPITULO 41

Por segunda vez atravesaba los portones imperiales de la embajada de Inglaterra. Curiosamente, recordaba muy poco de mi primera visita : apenas un adormecimiento victoriano, un leve barullo moral, una confusión de manchas de Turner, y el canto de un cintillo a través de las cortinas de un jardín.

El inmenso edificio, ahora, parecía desierto, girando, autónomo y solitario, en un mundo vacío de poder. Solo vagaban por él secretarios de bajo rango, asesores de cetrería de Su majestad Británica, camareros y mucamas. El embajador inglés era un maestro de lo provisorio, se mudaba constantemente, y aun la propia embajada estaba sujeta a continuas modificaciones, y soportaba el flagelo de paredes demolidas, y baños permanentemente reestructurados.

Amante de lo geométrico, el embajador practicaba curiosas inversiones, como trasladar salones y habitáculos de la planta baja o cambiar su dormitorio del ala este hacia el oeste del castillo. Quería someter al edificio a una dinámica tal que ridiculizara -y por ende disminuyera- la importancia de lo macroscópico, para restablecer de una vez por todas el reinado de lo pequeño, de las invisibles palpitaciones de los átomos. La lógica joven se maravillaba ante ese desorden aparente que el embajador imponía a lo británico, trasladando armaduras completas, trofeos de la caza del zorro y valiosas colecciones de cuadros de Reynolds a escondites remotos, de donde serían sacados una y otra vez. Era difícil orientarse en medio de esa baraúnda de muebles y de mapas que cambiaban de lugar, y de grupos de obreros que arreglaban caños, haciéndolos pasar por el salón de recepciones, el ala de geopolítica, o de artesanos de la cerámica que arrancaban los complicados azulejos galeses de los dormitorios monumentales y los llevaban al salón de pasos perdidos. Un grupo de escuderos paso al lado nuestro transportando el busto de Su Majestad Portátil , que recibiría su próxima ubicación en el jardín, donde proliferaban los almendros que habían adornado la mansión de Sir Simon de Canterville, y que florecían cada cinco años y todos a la vez.

Al azar de las cuadrillas, me pareció reconocer a alguien que se ocultaba de mi. Era Avelino Andrade, el presidente del sindicato combativo de obreros funerarios. Lo encaré decididamente y le exigí que me llevara a presencia del embajador de Inglaterra.

- No está en la embajada dijo temeroso. Según me dijeron, no vive aquí.

- ¿Y dónde vive?

 Avelino Andrade hizo un gesto de indiferencia. ¿Como puedo saberlo yo? Según oí decir, cambia continuamente de residencia. Y aunque lo supiera, ¿cree usted que se lo diría? Le estoy muy agradecido por haberme ofrecido este puesto de albañil de la embajada, arrancándome de las garras de la desocupación, que, preciso es que lo diga, esta haciendo estragos en el sindicato combativo. Pero señalo a un hombre ensimismado, que parado rígidamente junto a un retrato de Sir Walter Raleigh, parecía el mismo una estatua pregúntele al tercer secretario de la embajada.

Al darme vuelta, lo reconocí. Era el hombre terriblemente pálido que jugaba con el embajador inglés en la sala de billar del Anticuario Mayor. Inmediatamente nos invito a tomar asiento en unas pesadas sillas de anchos espaldares.

- No sé dónde está- dijo el tercer secretario de la embajada Desde la excursión a la finca del Anticuario Mayor, no he vuelto a verlo. Y lo necesito con urgencia, ya que es imprescindible que ponga su firma al pie de un par de documentos ultrasecretos que acaban de llegar del Foreign Officce- se miró las manos con impotencia, constatando que no eran capaces de estampar ninguna firma válida- Dios mío. Uno de los documentos indica iniciar discretas presiones ante el gobierno argentino para que repinte la Torre de los Ingleses, y el otro es un sencillo memorándum sobre la exportación de tasajo. ¡Y estamos atados de pies y manos por la ausencia del embajador! Esto puede ser el fin de la diplomacia imperial.

- Nosotros también necesitamos encontrarlo con urgencia -dije, como si mi urgencia fuese una herramienta indispensable para encontrarlo.

El tercer secretario se retorció los brazos con desesperación y luego me observo inanemente Lamento no poder ayudarlo, pero me traban la sutilezas diplomáticas. El embajador es completamente imprevisible, y eso ha contribuído no poco a complicar las relaciones entre mi país y el suyo. Hubiera deseado que mi respuesta fuera otra, pero dada la rigidez del lenguaje de la política internacional, solo puedo decirles que, por el momento, no vive aquí un tumulto en los portones de la embajada se sumo en forma natural a su discurso. Avelino Andrade vino corriendo hacia nosotros, el mono de albañil desabrochado y ligeramente pálido.

-La policía, señor secretario. Seis coches y una brigada de investigaciones que quieren entrar. Los ebanistas están tratando de inculcarles los principios de la extraterritorialidad, pero ellos no lo quieren aceptar.

El tercer secretario de la embajada se levantó No les deseo mi puesto nos dijo a nosotros*,que también saltamos como resortes, alarmados, mientras la lógica joven movía los brazos como tablas de surf pero el embajador inglés tiene la costumbre permanente de dejar que la policía argentina entre en la embajada como si se tratara de una plaza. Incluso los invita a entrar cuando ellos no tienen ninguna necesidad ni interés de hacerlo. Por favor indicó a Avelino Andrade que los herreros y los almenistas los contengan por un rato mientras los señores huyen el rostro del tercer secretario denotaba un cansancio profundo, pero no por ello fingido.

-Vengan nos –dijo. Desgraciadamente, un diplomático imperial debe pensar en todo. Exige una universalidad de la que muchas veces no me siento capaz. y nos condujo a través de habitaciones desvencijadas, que la lógica joven cruzó con pánico, hasta un portón vidriera que comunicaba con el jardín .

-En el muro del fondo hay una puerta disimulada nos dijo Enseguida la van a ver. Por allí podrán huir sin problemas, ya que la policía jamás rodearía por completo la embajada. Pese a la esfericidad de su jefe, el círculo les resulta completamente ajeno.

Cruzamos el jardín con sigilo, rozando las ramas de los almendros, dispuestos en filas como en un jardín francés. Las hojas susurraban al viento de nuestros pasos. El busto de la reina había sido colocado sobre una pequeña pirámide de terracota. La puerta secreta estaba en el centro del muro que cerraba el jardín, pintada con los colores de la bandera inglesa. Mientras la abríamos, hacia una dudosa y desordenada libertad, un cintillo canto melancólicamente desde el hombro de Su Majestad Portátil.

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