martes, 13 de marzo de 2012

El señor de los cocodrilos



Los niños estaban parados frente a la puerta del ascensor. Detrás, la madre parecía una matrona voluminosa, aunque difícilmente tendría más de treinta años. La niña, unos diez, espigados y rubios, con aire de desafío, y el niño alcanzaría apenas la mitad de la cifra de su hermana. Formaban un curioso trío, que un espejo sobre la pared duplicaba innecesariamente. Deluz se paró junto a ellos, sabiendo perfectamente que sólo los unía esa espera del ascensor, marcada por la lucecita descendente en el tablero. La madre retaba continuamente a sus hijos, que no le prestaban demasiada atención. De pronto, el niño trató de abrir la puerta del ascensor, y la madre se apresuró a intervenir para conjurar el peligro.
–¡Cuidado! El grito bastó para detener al niño. La mano, sin embargo, quedó apoyada sobre la manija de la puerta. La niña se creyó en el deber de dar una explicación a su hermano.
–La puerta podría abrirse, y te podrías caer al pozo –dijo. Y dándose vuelta hacia Deluz–. Se podría caer en el hueco del ascensor. Es muy peligroso.
–Absolutamente peligroso –dijo la madre. Tenía la costumbre de aplicar esa palabra a todo, o casi todo.
Deluz se inclinó hacia el niño. –El fondo del pozo está lleno de cocodrilos –le dijo–. Es muy peligroso.
–¿Están hambrientos? –preguntó el niño con interés. Hacía poco, había visto una película sobre los cocodrilos en la televisión.
–Muy hambrientos. Y lo que más les gusta es comer niños.
–Absolutamente –dijo la madre, con cierta sorpresa. El niño retiró, vacilante, su mano de la puerta. Entonces llegó el ascensor y la puerta pudo abrirse sin dificultad y sin peligro. Adentro del ascensor también había un espejo.
–¿Cómo te llamás?
–Tom.
–¿Tom?
El niño no contestó. Pero la madre asintió, con temor.
Eran vecinos en el edificio. Deluz vivía apenas unos pisos más arriba que el niño, pero calculó que para Tom era una distancia sideral. También pensó que sus veinticinco años, a los ojos de Tom, parecerían muchos más, como si espejos subrepticios, que duplican edades, tallas y volúmenes, se introdujeran sin permiso en las mentes infantiles. No volvieron a hablar mientras subían, y, por lo tanto, toda una serie de interrogantes quedó sin contestar. ¿Cuántos, pero cuántos cocodrilos había en el hueco del ascensor? ¿A cuántos niños se habían comido ya? Esas cifras quedaban en el misterio.
Volvió a encontrarlos recién un mes más tarde. Como la primera vez, fue en la planta baja, frente al ascensor. La madre retaba a Tom y la hermana mayor apoyaba a la madre con destellos malignos.
–Es absolutamente rebelde –dijo la madre apenas vio a Deluz, como si retomara una conversación interrumpida sólo un minuto antes–, absolutamente rebelde. Tom estaba avergonzado. Le gustaba que lo retaran, pero no en presencia de extraños.
–¿Y los cocodrilos? –preguntó.
–Se comen a los niños –dijo Deluz–. Verás, el consorcio piensa sacarlos.
–¿Sacarlos?
–Bueno, no todavía –dijo Deluz, respondiendo a una mirada desesperada de la madre–. Tal vez cuando seas grande los saquen.
–Absolutamente –dijo la madre, protegiendo con su cuerpo la puerta del ascensor. Pero aún temía –y con razón– que si el consorcio o quien fuera sacaba los cocodrilos, cuando su hijo fuera grande, abriera la puerta del ascensor y se precipitara al vacío, a la nada. ¿Qué peligros le aguardarán cuando sea grande –se preguntaba la madre con angustia– y no haya más cocodrilos en el hueco del ascensor?
Los cocodrilos viven en los pantanos –dijo Tom–. Entonces, tiene que haber agua allá abajo.
–Por supuesto que sí.
–Y arenas movedizas.
–Y arenas movedizas –dijo Deluz, aceptando la sabiduría del niño.
Pero el niño, en realidad, no sabía nada sobre los cocodrilos. Aunque conocía el zoológico, conservaba una idea muy confusa. Los confundía, por ejemplo, con las serpientes. Incluso los pingüinos le habían parecido algo así como cocodrilos blancos y negros. No podía abstraer la idea de un reptil. Su madre no era de gran ayuda. Y es que el mundo animal de la madre era extraordinariamente simple: los elefantes eran absolutamente grandes, los osos eran absolutamente simpáticos, y los pájaros volaban absolutamente. Los leones, los zorros, los cangrejos, las moscas y las víboras eran absolutamente peligrosos. Los gatos también. La madre sentía verdadero pánico por los gatos, ya que había leído en una revista que transmiten toda clase de enfermedades, y trataba de inculcárselo a sus hijos.
–Los gatos son animales asquerosos. Absolutamente asquerosos.
Por otra parte, la interacción del niño con los animales era muy escasa. Como suele ocurrir en las grandes ciudades, el niño pensaba que el mundo estaba poblado exclusivamente por personas, de las cuales la inmensa mayoría eran adultos. En la televisión, en cambio, había animales que deambulaban por todas partes. Allí los buenos tenían siempre, o casi siempre, un animal a su lado, un perro o un gato que se llamaban Canny o Bonny. Y en el pozo del ascensor, había cocodrilos. Trató de mirar por la ranura que quedaba entre la puerta de madera y el piso de mármol.
–No se ven –dijo.
–Nunca se ven –se apresuró la madre, alarmada.
Tom miró a Deluz directamente a la cara. La madre no dejó de notar que, al menos en materia zoológica, había dejado de ser la autoridad indiscutible.
–No, no se ven –confirmó Deluz. Sin embargo, la madre estaba inquieta. Ahora temía que la ficción de los cocodrilos se rompiera, y que entonces el niño se arrojara por el hueco del ascensor. Deluz, por su parte, trataba de imaginarse ese amontonamiento invisible y silencioso de reptiles en la oscuridad. ¿Y Tom? Tom pensaba en el futuro, como siempre sucede con los niños, de manera confusa. Se imaginaba a sí mismo, tan pequeño como ahora, en un mundo donde todos habían crecido. Su hermana era altísima, y sabía de todo, igual que siempre. Lo mismo sus compañeros de colegio. Su madre también había crecido y era tan alta como una grúa. ¿Cómo haría para besarla? Se aferró al vestido de ella, sintiéndose desvalido, abandonado en un mundo extraño, poblado exclusivamente por gente grande, donde no había otros niños para jugar, y todo resultaba aburridísimo. Por otro lado, los cocodrilos se habían quedado sin alimento. No había ningún niño que comer. Ningún niño que comer. Salvo él. Y se sintió en un peligro inmediato.
Así pensaba Tom, pero cometía una terrible equivocación. Porque cuando pensaba en el futuro se lo imaginaba como el pasado. El no tenía memoria, no podía hilar esas largas historias que cuentan los adultos. Entonces, en vez de imaginar el futuro, lo recordaba. (La palabra misma, “futuro”, era una incógnita para él, era una palabra sombría, que no despertaba interés, más bien miedo.) Deluz, en cambio, se preguntaba qué estaría fijándose en la memoria del niño. Porque todo esto –qué duda cabe– quedaría como pasado en la memoria. ¿Qué recordaría alguna vez? ¿Que había vivido en un edificio, y que en ese edificio había cocodrilos invisibles y peligrosos en el hueco del ascensor? ¿Y los cocodrilos dónde estaban? ¿Se los vería alguna vez? Desgraciadamente, no. Son las desventajas de lo real. En la ficción, los cocodrilos no tardarían en aparecer, en brotar de manera contundente y concreta del hueco del ascensor, y de ahí en adelante, todo seria más fácil. Pero en la realidad, no hay más remedio que remitirse al recuerdo, es allí donde las cosas terminan por suceder. Y entonces, esos cocodrilos, ¿qué eran? Eran insustanciales, casi pensamiento puro, que pasaba directamente de la nada a la memoria ¿Y la niña? ¿En qué pensaba la niña? Nunca se sabrá. Pero ese instante era extraño y algo mágico, cuando los cuatro exploraban pasados y futuros que no volverían a mezclarse.
Deluz pasó varias semanas sin volver a cruzarse con ellos. En realidad, supuso que se habían mudado, y que no los vería ya más. Lo cual le causaba una pasajera congoja. Al fin y al cabo, eran sólo dos niños, y los niños, en la memoria, no tienen demasiada importancia. A pesar de sus esfuerzos, la imagen de los niños se desvanecía. La madre, en cambio, se recortaba en forma nítida, diciendo “absolutamente” a cada instante. Era esa conjunción de la figura y el adverbio repetidísimo lo que le confería volumen. Eso quedaría: una madre incandescente junto a dos niños opacos. Eso, y nada más.
Pero como todas las cosas que se repiten una vez siguen repitiéndose siempre, cuando los volvió a ver estaban parados frente al ascensor. La madre los retaba.
–Allí está tu amigo de los cocodrilos –dijo la niña al niño, con rabia. En ese edificio, la gente se veía muy de tanto en tanto, pero ahí estaban, los tres, frente a la puerta del ascensor.
–Absolutamente ingobernables –dijo la madre a Deluz.
–Hay que tener mano firme –contestó Deluz, sintiéndose más adulto de lo que realmente era–. Y cuidarse de los cocodrilos.
–Absolutamente –dijo la madre.
–Nos mudamos –dijo la niña, desafiante–. A una casa donde no hay ascensores.
–El niño parecía un poco triste.
Y tenía razón. Esa mudanza era una venganza de los adultos, una derrota completa de los niños y los cocodrilos.
La madre se apresuró a explicar. Le parecía humillante que Deluz pensara que se mudaban sólo a causa de los ascensores y los peligros de los ascensores. Era como admitir una victoria de las máquinas
–Nos mudamos a una casa con jardín. El aire libre es necesario para los niños.
Deluz se inclinó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los de Tom, de un verde muy curioso. Lo había notado antes, pero lo había olvidado. Y es que los ojos de los niños, como los niños mismos, carecen por completo de importancia. ¿Qué es ese niño, al fin y al cabo, al lado de la figura clara y voluminosa de la madre? Nada. Deluz pensó un instante en el futuro de Tom, y se dio cuenta de que ahora lo imaginaba de manera diferente. Se veía a él, Deluz, como muy pequeño, y al niño y a su hermana, grandes. La madre, en el futuro, resplandecía. Paseaban, y Tom llevaba a Deluz de la mano. La niña había perdido su superioridad y parecía resignada al papel de una hermana menor. Tom vigilaba a Deluz, acomodaba sus pasos a los pasitos de Deluz. Cada tanto, la hermana preguntaba: ¿te acordás de tu amigo, el señor de los cocodrilos? Y el niño meneaba su cabeza adulta y florida: no, no se acordaba. Así era el futuro del niño, así era en el futuro la memoria, sin un trozo que lo incluyera. Deluz miraba a Tom y la hermana y la madre, a su vez, se miraban triunfantes. Al fin y al cabo, eran las vencedoras. Tom acercó su boca al oído de Deluz.
–¿Las plantas del jardín se comen a los niños?
–No –dijo Deluz, calculando que en ningún futuro, pasado o presente se verían ya más, y que sólo quedaban esos breves instantes para fijar en la memoria. Trató de ganar tiempo.
–Las plantas del jardín no saben comerse a los niños.
Y el niño se puso a llorar. Pero enseguida se calmó. Alguna otra cosa había llamado su atención.

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