lunes, 18 de junio de 2012

Hacia el universo barroco


Durante casi doscientos cincuenta años, el universo clásico, uno e indivisible, infinito y eterno, geométrico y autosostenido, lineal y mágicamente bello, fue feliz. La mecánica celeste y la física newtonianas se convirtieron en el paradigma de toda la ciencia, adjudicándose triunfo tras triunfo, algunos de ellos tan espectaculares como la predicción del regreso del cometa Halley en 1758, o el descubrimiento, a fuerza de puro cálculo, del planeta Neptuno en 1846. Pero en 1905 se alzó un obstáculo formidable: la Teoría de la Relatividad Especial prohibía cualquier velocidad superior a la de la luz, con lo cual se condenaba a muerte a la fuerza de gravitación newtoniana, que actuaba instantáneamente y se propagaba con velocidad infinita. Con ella desaparecieron el espacio euclideano y el tiempo que fluía, uniforme y matemático, sobre todos los puntos del universo. En 1915, en su Teoría de la Relatividad General, Einstein construyó un continuo espaciotemporal curvo, que se modificaba ante la presencia de la materia. La gravitación pasó a ser una travesura del espaciotiempo, que se desplazó a aquella fuerza omnipresente (y tan útil) que Newton había creado. Y mientras los cosmólogos emprendían las primeras tentativas de reconstrucción respetando el nuevo estilo y fabricaban universos cerrados, finitos y estáticos (como el primer modelo del propio Einstein), o abiertos e infinitos, pero con barreras temporales (como el modelo que propuso De Sitter), desde el fondo de la materia empezaba a soplar el viento cuántico, que sacudía los conceptos y las intuiciones más profundas de la ciencia clásica. A la vez, el espacio se poblaba de objetos de nueva laya: en 1924 se demostró finalmente que la Nebulosa de Andrómeda era un conjunto multitudinario de estrellas semejante a nuestra Vía Láctea, y así nuestra galaxia se transformó en una de las tantas galaxias que pronto empezaron a descubrirse a montones, y la Tierra y el hombre perdieron las últimas esperanzas de centralismo que les quedaban (si es que les quedaban algunas).
En 1915, en su Teoría de la Relatividad General, Einstein construyó un continuo espaciotemporal curvo, que se modificaba ante la presencia de la materia. La gravitación pasó a ser una travesura del espaciotiempo, que se desplazó a aquella fuerza omnipresente (y tan útil) que Newton había creado. 
Todavía faltaban unas décadas para la aparición de los quásares, las estrellas de neutrones, las radiogalaxias, los agujeros negros. Pero el universo diáfano del clasicismo ya estaba herido de muerte. Adquirió espesor pictórico, se distorsionó (y hasta cierto punto se fragmentó), avanzó hacia el claroscuro, se pobló de irregularidades, se sometió a la incertidumbre. Y en 1929 un nuevo y fenomenal descubrimiento puso a los cosmólogos en el camino de lo que más tarde se conocería como Teoría Standard: la fuga de las galaxias.

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